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13 de febrero de 2014

TV | "Avenida Brasil" por Telefé | La calle que enloquece a Latinoamérica

Por Sylvia Nadalin

Los extremos suelen crear experiencias desconocidas. Enero, con sus olas de calor inhumano, sus servicios públicos colapsados, y mi forzada permanencia en la ciudad, me sorprendió con esa sensación adolescente que creía olvidada: esperar cada tarde el comienzo de la novela, un rito que en la Argentina ha muerto en manos de pésimos guionistas, mediáticos protagónicos y espurios intereses de programación y ranking. Avenida Brasil, el culebrón brasilero que ha batido todos los récords de audiencia en Latinoamérica, llegó al país para hacernos repensar los problemas por los que atraviesa el género, además de disfrutar de una historia bien contada.

Como la buena literatura, los temas no son los que definen la genialidad de su autor sino el modo de contarlos. Las historias de amor no son la excepción a la regla, menos aún en el género rosa: la historia de la Cenicienta se repite, con variantes de personajes, pobreza, abandono e injusticia, casi desde la creación de la telenovela latinoamericana, esa que mexicanos, colombianos, brasileros y argentinos exportan al mundo.

El fenómeno que significó Avenida Brasil y su impacto en estos lares tiene múltiples motivos. Los éxitos propios obedecen a dos factores: la representación de la nueva clase media formada por esos 40 millones de brasileros que Lula sacó de la pobreza extrema y que hoy constituyen la denominada “Clase C”, que se ha apropiado del mayor lugar social y de consumo del país, lo que le permite una fuerte identificación con el público que vio reflejado por primera vez en la pantalla su cotidiano cultural en el ambiente de los suburbios, no como algo marginal sino como una realidad nueva, muy alejada de las estigmatizaciones de ricos y pobres a las que estaban acostumbrados. 

El otro factor es la impresionante renovación estética de la telenovela por la calidad de imagen y dirección, fruto de su creador João Emanuel Carneiro, guionista y director de cine; y del lenguaje, que comenzó a hablar como hablan los brasileros de a pie.

Ese cóctel resultó un éxito mundial: 36 millones de espectadores y 80 millones el último capítulo, con un costo de 45 millones de dólares y una facturación de 1 billón por publicidad y licencias de transmisión y venta en 106 países, y traducción a 14 idiomas

En la Argentina, su éxito obedece más a carencias propias que a logros ajenos. El modus operandi de escritura de nuestras producciones televisivas viene sufriendo fuertes críticas tanto del público como de los propios guionistas, quienes se quejan de la falta de una producción de la potencia de O Globo, Televisa o Caracol (que produjo Escobar, el Patrón del Mal) que apueste presupuestariamente a largo plazo, la carencia de contenidos elaborados, planificados en capítulos que no se alteren por ranking o necesidades de programación, actores de trayectoria en vez de bonitas/os estrellitas mediáticas que nada saben en trabajar personajes con identidad, y guionistas presionados por salir al aire con apenas el 30% de la historia original escrita. Estos problemas se repiten en todas y cada de las ficciones argentinas, generando cada vez más rechazo y desilusión en el gran público.

De ahí que la historia de venganza de Nina contra su malvada ex madrastra Carminha por haberla abandonado de pequeña en un basural de Río de Janeiro sea quizás tan común como tantas que hemos visto, su seducción está en el talento del escritor en contarnos esa conocida historia dramática de una manera apasionante.

19 de junio de 2013

TV | "Utopía" de Dennis Kelly por Channel 4 | Para dejarse acabar los ojos



Por Ignacio Braña Gabiassi

André Breton suponía que el ojo en estado virgen es deseo en estado puro. Pero la experiencia de mirar ha sido controlada, manipulada, pervertida, prefigurada. Entonces en este  multiuniverso de series actual, ¿Qué ver? ¿Cómo orientar la mirada? ¿Cómo liberar el deseo?

Utopía no libera la mirada, la domina, pero convierte los ojos en órganos genitales, o sea, puro deseo. La serie inglesa lo logra desde el primer plano. Hipercolor: entendiendo los colores como una paleta extra de adjetivos (como el historietista Chris Ware), no como mera saturación pop. Nos sumerge en una especie de sueño lúcido conspirativo, agarrando de los pelos al Thomas Pynchon de La subasta del lote 49 (por breve y lineal) para pasearlo por los barrios decentes del prime time ingles. Sí, eso, solo seis capítulos de conspiranoia desplegable, como mil patadas voladoras, todas directas a la corteza cerebral, precisas y quirúrgicas (porque operan sobre eso que llamamos cultura pop, claro). Cuatro desangelados digitales, Ian, un empleado informático; Wilson, un “real freak” paranoide; Becky, una estudiante de posgrado, y Grant un chico problema de 11 años, mancomunados en la santa web por el manuscrito de culto del título, sin vislumbrar el futuro oscuro que se esconde detrás de él. Hay también un secretario de un ministro y una chica rutera escapando de todo y todos (oh, Jessica, espero que vuelvas) pero esto hay que verlo. Dejarse acabar los ojos.

El ruido y la furia

Una de las claves de la serie, más allá de la trama que no es lo más relevante ni innovador, es la utilización de los sonidos. Por un lado la banda sonora original, creada por el músico Cristóbal Tapia de Veer, perfecta y quemadora, como pasta base, digna de convertirse en un santo y seña de futuras sociedades secretas, y vital para crear el marco perfecto de muchas escenas (la secuencia del título con el conejo fuera de la tienda de cómics  es un hermoso ejemplo) e intensificar la propuesta. 

Por otro lado la creación del asesino/villano perfecto, rol que el actor Neil Maskell trasforma en algo superador. Panza, campera corta, mirada vacía, cercano al ridículo asesino que encarnó Javier Bardem en Sin lugar para los débiles, pero con resultados proporcionalmente opuestos. Pura muerte. La clave es la construcción en base a dos sonidos impactantes: el tic tac de una cajita de confites y la mejor respiración (¿artificial?) desde Darth Vader. La muerte que avanza y se anuncia. Implacable e imparable.

Claro que todo villano que aspire a un lugar sagrado necesita una frase burbuja, que estalle en la cabeza del espectador y deje una cicatriz pop: ¿Dónde está Jessica Hyde?

Y así acelera Utopía consciente (más que canchera) de lo que quiere contar, evitando la cita, la pose, lo perverso potable, los finales miserables (no Tarantino, no Boyle, no Lynch, no J. J. Abrams!), siendo por sobre todas las cosas, una serie peronista: cumple y dignifica.

“Tú te escondes; ellos buscan”, “El arco iris de gravedad”, Thomas Pynchon (gracias, siempre).

21 de diciembre de 2012

TV | "Graduados" por Telefé | El fin de un mundo



Por Cecilia Perna

Es ya jueves 20 de diciembre, son las 0:30, y hace media hora se nos terminó un mundo: fue el final de Graduados y estoy de duelo. Telefé seguía transmitiendo festejos desde el teatro Gran Rex pero yo apagué el televisor. No me interesaba ver toda esa parodia marketinera que armaron: esos actores tienen más barrio y tablas que alfombra roja… no me daba verlos ahí. Preferí quedarme con los restos de la verosimilitud. (Aunque debo decir, con el corazón en la mano, que el último capítulo no me gustó nada: fue largo como esperanza de pobre y los personajes estaban desdibujados en el afán de querer redimirlos con un golpe de felicidad a todos… yo sé que en estos casos, la felicidad forma parte de la convención, pero acá ni la convención me convencía. Pero no es esto lo que quiero decir, sino todo lo contrario).

Ayer, (martes a la noche) como todos los días después de las “escenas del próximo capítulo”, llamé a mi mamá por teléfono para los comentarios de costumbre (¿viste que al final se lo dijo? qué risa lo del abogator, y Patricia, qué desgraciada, porque Loly es una histérica, pero también con el Narciso que tiene de marido, y el otro encima no madura, la que está re bien es Lauría, son todos así los psiquiatras, tal cual, es increíble que termine enamorada de Tuca, etc). Pero esta vez mi mamá atendió el teléfono medio emocionada y me dijo: “¿te das cuenta? mañana se termina, y todos ellos nos hacían compañía, y ya no los vamos a ver más”. Entonces sí, me di cuenta, era verdad lo de la compañía. Yo también, mientras comía sola en casa una ensalada comprada en el chino, o me preparaba algo en la Essen, prendía la tele y los esperaba -a veces con la cabeza rota de tanto dar clases- y me reía, y lloriqueaba y preparaba un mate y el trabajo del día siguiente… toda una rutina, que culminaba con la llamada a mi mamá para los comentarios. Y todo eso se acabó recién.


Me pregunto: ¿qué hace que uno ame así una historia? ¿qué hace que uno vuelva y vuelva, con fidelidad de reloj o de geisha a sentarse de lunes a viernes frente a una pantalla –y que sufra un poco cuando se la pierde y que maldiga a los ejecutivos del canal cuando deciden sorpresivos cambios de horario-? 

Graduados fue genial. Toda genial (excepto el último capítulo, del que haré caso omiso). Pensé mucho por qué era tan buena, si tantas veces con grandes actores y mucho más presupuesto se había logrado producir cada bodrio… ¿qué tenía esta novela de especial? Una tarde, haciendo zapping, enganché una entrevista a Juan Gil Navarro en CN23 y él decía algo que era la clave: decía que en el set todos los actores tenían la misma oportunidad de componer, incluso de improvisar y probar cosas más allá del libreto, y que sin importar si eran personajes centrales o secundarios, todos a la hora de actuar tenían su lugar propio. Finalmente presentí que era todo una cuestión de niveles. Y empecé a observar la novela un poco así, pensando en los niveles. 

Era verdad: por un lado, la trama argumental, arraigada en la mejor de las tradiciones de la comedia de enredos, estaba llena de secretos en diferentes niveles: secretos cotidianos, secretitos, oscuros antiguos secretos, secretos bombas. Y esas capas de secretos, circulaban, desniveladamente entre todos los personajes… y se iban revelando, gradualmente, en la cara de cada quien, explotando a su medida y con sus propios tiempos: armoniosamente a los fines argumentales, pero sin seguir el orden que manda el hábito y la convención. Ese era, creo yo, el gran secreto -pero esta vez de los guionistas- para mantener el vilo, para generar un público fiel.  Pero estaban también los actores que, como ya dijimos, creaban en la libertad de su espacio, como organizados en círculos que se tocan e intersectan. Y si bien, como el género pide, se respetaba la convención estructural básica de la comedia romántica, quién era el principal y quién el secundario, quién era el malo y quién el bueno, quién iba a terminar con quién, era muchas veces difícil de determinar. Se desdibujaban así los niveles de protagonismo. Quizá en eso, seguían la tradición teatral, donde todo lo que entra en escena, aunque pequeñito, tiene su peso específico, y el peso específico en la televisión es un diamante tan difícil de encontrar...

Esos seres estaban construidos sobre la mezcla perfecta del soporte de estereotipo ganchero y la singularidad del personaje psicológico, pero liviano, de baja densidad. Magnífica receta. Y eran seres construidos en los cuerpos de unos actores genios, de esos que los ves trabajar y dan ganas de ponerse a saltar arriba de la mesa, actores que, obviamente, tuvieron la oportunidad real de actuar componiendo un otro. Siento que es injusto elegir mejores personajes, pero no puedo evitar decir: Isabel Macedo, Isabel Macedo, Isabel Macedo, con su gorda devenida flaca, rayana en la locura, tan oscura y tan simple a la vez. Qué placer. Y qué placer Mercedes Escápola que me parece re raro que no hable de verdad en cordobés, y Chang Kim Sung, que no sé abajo de qué baldosa habrá estado todo este tiempo. Qué placer todos y qué feo saber que los voy a extrañar, que dejaron de existir, que esto es casi una pequeña muerte colectiva. 

Bueno, en fin… se terminó. Debo decir, nos quedamos sin novela. Estoy triste: ya no tengo más historia de amor con la que comer todas las noches. Ahora hay que ver cómo pasar el verano. Se me ocurren dos opciones: una, hacer zapping entre algún par de programas que no van a tener la intensidad de Graduados. Otra, hacerle honor al amor, y salir a buscarme un novio para charlar en la cena. 

21 de agosto de 2012

TV | "Anger Management" por FX | Medio Charlie



Por Eugenia Guevara

Los fanáticos de Two and a half men esperábamos el regreso de Charlie Sheen. No nos importó en lo más mínimo que él fuera todo lo que Charlie Harper era o que, incluso, fuera peor. Es más, debiéramos decir que, los fanáticos de Charlie Sheen, aquellos que lo seguimos desde que era un joven apuesto en papeles serios, en Pelotón o Wall Street, o cómicos, en Hot Shots! o Trabajo sucio, una muy graciosa película de basureros donde actuaba junto con su entonces también apuesto hermano, Emilio Estévez, le hubiéramos perdonado cualquier cosa, en la vida y en la televisión, pero esta vez, los Estévez han perdido todo el encanto. 

Anger management la serie que nos trajo de nuevo a la pantalla a Charlie, con la producción de Ramón Estévez (otro de sus hermanos) y el mismo Charlie, entre otros, es la versión sitcom de la película homónima protagonizada en 2003 por Jack Nicholson. En ella, Charlie, que se llama nuevamente Charlie, es un terapista que trata la ira. Él ha sido un iracundo y atiende en su casa un grupo de iracundos que es lo menos gracioso que uno pueda imaginarse. También coordina en la cárcel a un grupo de fornidos iracundos; tiene una novia que no es su novia, si no su colega y su amante sin compromisos (Selma Blair), una ex esposa (Shawnee Smith) y una hija TOC (Daniela Bobadilla). Vive en una hermosa casa, que alguna reminiscencia a la casa de Charlie Harper puede traer, aunque no hay ningún piano por allí. Como Harper, y como Sheen, este Charlie que se apellida Goodson (ni eso tiene alguna gracia), también tiene debilidad por las mujeres. Hay más cosas que emparentan a esta serie con Two and a Half Men con la que dialoga intertextualmente todo el tiempo. Las referencias a la vida real de Charlie Sheen están presentes, como por ejemplo, su pasado como beisbolista o la presencia de su ex esposa, Denise Richards (quien interpretó en Two and a half men a su novia Lisa cuando era su esposa) quien al parecer, pudo superar un mal divorcio para hacer chistes que no causan gracia sobre la terapia de pareja y la filiación astrológica. 

Desgraciadamente, en nueve capítulos, Anger Management no ha generado ni una sonrisa. Charlie parece estar mal dirigido, sus camisas no le sientan tan bien como su propia colección de camisas surf, su rol de terapista no le es cómodo, y las líneas de diálogo que intentan ser cómicas, sólo logran ser patéticas. Por otra parte, los personajes secundarios así como el elenco que lo interpreta, es igualmente desastroso. No existe ni un personaje (salvo por momentos su hija Sam) que logre despertar algún tipo de simpatía. Es inevitable pensar en Bertha, Evelyn, Rose, Herb o Judith, todos personajes secundarios de Two and a half men, que con un segundo de aparición podían provocar las risas más hilarantes en el espectador, allí donde ya las producían al por mayor Charlie, Alan y Jake. Es que no es fácil, querido Charlie, ser Chuck Lorre. No es fácil ser un productor talentoso y un guionista lúcido. A Chuck todavía le queda Charlie porque aunque haya muerto, su fantasma aún da mucho que reír en Two and a half men. Pero Charlie, sin Chuck, deberá buscar otro camino. 

Es probable que Anger Management no dure una temporada más. Al parecer pierde muchos televidentes cada semana. Sin embargo, todavía tiene algunos millones que semana a semana intentan darle una nueva oportunidad a Charlie. Porque a pesar de este traspié, horrible y aburrido, seguimos queriéndolo enormemente.

10 de julio de 2012

TV | "En terapia" por la TV Pública | Últimas sesiones en (y frente a) el rojo diván



Por Leonardo Maldonado

Muchos son los hallazgos de En terapia, la miniserie de origen israelí cuya adaptación argentina coproduce y emite la TV pública de lunes a viernes a las 22.30. Uno de ellos es el formato, cuya originalidad reside en presentar por capítulo –de casi 30 minutos- la sesión psicoanalítica que mantiene el analista Guillermo Montes (Diego Peretti) con un paciente determinado. De este modo, el típico suspenso de las tiras televisivas no se resuelve de bloque a bloque, de un día para el otro o de un viernes para un lunes. Más allá de algunas breves elipsis, el tiempo ficticio construido en cada capítulo tiende a coincidir con el tiempo real de la emisión. Por otro lado, esta rígida estructura se flexibiliza en momentos clave de la historia personal de Guillermo y permite tanto la inclusión de otros personajes (su familia, por ejemplo, o la aparición del padre de uno de sus pacientes) como cambios en los días de aparición de algún que otro protagonista (Gastón y Marina, por ejemplo). 

A nivel dramatúrgico, los aciertos también son notables. Las historias relatadas en el sillón rojo de tres cuerpos van creciendo de maneras diversas y ganando una intensidad dramática fuerte. A medida que los personajes transitan las sesiones, van produciendo pequeñas transformaciones: cambian su mirada sobre determinados aspectos de sus vidas, su relación con los otros, revelan o descubren actos o emociones de ellos mismos que no sospechaban o no se animaban a verbalizar, y también, fundamentalmente, reflexionan sobre el propio proceso terapéutico. 

En ese sentido, la tira derrocha ejemplos. En su primera sesión, Martín (Leonardo Sbaraglia) demuestra su desacuerdo completo con el espacio analítico y le plantea a Guillermo que a él no le sirve para nada; sin embargo, sesiones más tarde, una vez que se ha producido el aborto de Ana (Dolores Fonzi) y la ha abandonado a causa de una infidelidad, concurre por su cuenta con la imperiosa necesidad de narrarle –reconoce así que Guillermo es su terapeuta– lo que siente y se quiebra delante de él. Los casos de Gastón (Germán Palacios) y de Clara (Ailín Salas) también plantean, aunque por otros motivos, esta cuestión: ambos acuden obligados para que él les redacte un informe que acredite que se encuentran psicológicamente estables para, en el caso de él, retomar su trabajo en la policía, y en el de la adolescente, probar frente a una empresa aseguradora de autos que la joven no intentó suicidarse. 

La puesta en escena es sencilla, austera: utilización de plano-contraplano, pocos y leves movimientos de cámara –generalmente semicirculares–, proliferación de primeros planos de los protagonistas, y a veces una breve musicalización incidental, o el sonido de la lluvia con lejanos truenos de tormenta, que colaboran en la creación de climas apropiados. En Terapia no necesita efectos especiales espectaculares como explosiones o choques automovilísticos, ni el uso de un montaje rápido y discontinuo, ni demasiados exteriores. Le bastan dos consultorios recreados escenográficamente verosímiles, buenos diálogos y actores sensibles. 

Las palabras expresadas en los tonos justos y adecuados junto con las mínimas e íntimas expresiones de los rostros de los actores registrados por la cámara en primeros planos dan cuenta del notable trabajo de Alejandro Maci como director del ciclo. La economía gestual que imprime a sus actores se acerca más al trabajo actoral realizado en el mundo cinematográfico que en el televisivo. Tanto las ríspidas discusiones como los encuentros cordiales entre pacientes y analista se representan a la manera del western: como verdaderos duelos actorales. El rostro de Sbaraglia enrojece de rabia, se le humedecen los ojos, lagrimea. El intento de autocontrol y la sostenida gelidez de Fonzi se resquebrajan cuando Guillermo le recuerda el aborto espontáneo. La mirada de desprecio de Gastón hacia el analista se transforma en su última sesión en una que es de pleno agradecimiento. Los ojos de Lucía (Norma Aleandro) alternan hacia Guillermo una continua vigilancia y un intenso desafío intelectual. Los gestos tranquilos y controlados de Guillermo frente al paciente que escucha se intercalan con miradas de incomprensión hacia su esposa (Alejandra Flechner) y otras de deseo incontenible hacia Marina, la paciente de la que no puede aceptar que está enamorado. Aquí, el erotismo de Cardinali se imprime con la fuerza arrolladora de una combinación tan explosiva como ingeniosa: la histérica freudiana unida al arquetipo de la femme fatal del cine clásico. Pero sin duda, la gran revelación es la joven Ailín Salas, que desde XXY (Lucía Puenzo, 2007) no deja de perturbar la pantalla. 

¿Qué podría reprochársele al ciclo? A nivel técnico, el sonido, sobre todo en relación con los planos sonoros y los volúmenes de las voces de los personajes. En relación con los diálogos, en algunos casos suenan forzados, o son teatrales (en el sentido de artificiosos), o la adaptación de la versión yanqui no los favorece (por momentos utilizan frases o dichos que claramente son de uso corriente en el inglés americano). Los analistas podrían criticar el tratamiento de la transferencia erótica, el uso del mecanismo de la Imago y la relación entre paciente y analista. Si bien la serie desmitifica la concepción de psicólogo ideal, se podrían objetar varias cuestiones: la ruptura de la situación asimétrica, el maltrato y los cuestionamientos al saber de Guillermo, el modo en que se registran los pagos (Gastón y Martín le tiran el dinero en la mesa) o la propia agresión de Guillermo a un paciente. 

Finalmente, llama la atención, en relación con la difusión del ciclo y las críticas posteriores, que antes del comienzo, los medios hegemónicos (Clarín y La Nación) lo anunciaron con bombos y platillos. Sin embargo, las críticas se hicieron esperar más de la cuenta, sobre todo si se tiene en cuenta que en la mayoría de los casos ellas se publican dos o tres días después de comenzado el programa (caso Condicionados, la tira de Pol-ka que edulcora la industria pornográfica con su habitual costumbrismo y que evidentemente no le está dando buenos resultados, tal como lo comprobaron los abruptos finales de Lobo y la segunda temporada de Los Únicos). Es interesante, en este sentido, la crítica de Pablo Sirvén en La Nación: es tan fiel a la línea editorial del medio para el que trabaja que no escatima rodeos para expresar la buena calidad del programa y en vez de centrarse en él alude a programas emblemáticos de la televisión argentina del pasado que también poseían muchas de las bondades que presenta En Terapia. Es evidente que Sirvén no quiere decir que la televisión pública puede producir un buena miniserie: de calidad técnica y dramática, original y de interés adulto. 

Me pregunto si los organizadores del próximo Martín Fierro se atreverán a incluir en una terna como actriz protagónica dramática a Norma Aleandro, Julieta Cardinali y Mirtha Legrand, esta última por La dueña. Probablemente lo hagan: el cambalache de la televisión seguirá su curso por siempre. Quizá tal vez ninguneen el ciclo, como lo han hecho Clarín y otros grandes medios impresos –en Página/12 se le realizó una entrevista a Peretti– al no publicar críticas posteriores a su lanzamiento. En fin… lo único malo de En Terapia es que sólo nos resta contemplar, a sus fieles seguidores, los últimos encuentros de esta semana. 

24 de junio de 2012

TV | "El donante" por Telefé | (En) El nombre del padre


Por G. C. R. 

Y [Dios] los bendijo, diciéndoles: 
Sean felices, multiplíquense
llenen la tierra y sométanla…”
(La Biblia, Génesis, 128)

En El donante, unitario que emite Telefé los martes a las 22.15, Rafael Ferro interpreta a Bruno Sartori, un ingeniero exitoso que vive solo y desanimado desde que quedó viudo. Sus vecinos, la pareja de Raúl (Carlos Belloso) y Eva (Muriel Santa Ana), son sus mejores amigos: se preocupan por él, intentan animarlo y hasta le festejan su cumpleaños. No obstante, Bruno se siente abatido, olvida el festejo y se queda dormido cuando intenta mantener relaciones con una bella mujer. Paradójicamente, la soledad parece ser su mejor compañera, sin embargo, el día que cumple cuarenta y cinco años todo cambia. 





La peripecia se inicia en el primer capítulo cuando Violeta (María Alché), una joven fresca y ágil, decide buscar al donante de esperma que le permitió a su madre (María Carámbula) concebirla. En ese punto, Violeta descubre que Bruno es su padre y no tarda en comunicárselo. En el pasado, el personaje interpretado por Ferro recurría a donaciones de esperma para poder costear sus estudios. En el presente, Bruno se entera de que sus donaciones han dado vida y, justamente, una de ellas se hace presente para devolverle lo mismo: Violeta parece llegar para alimentar el cambio y para activar los dispositivos de una vida estancada. 

La joven no sólo emprende una búsqueda personal sino que insta al padre a saber si hay otros hijos como ella. Precipitadamente, la verdad se revela como una colonia de 144 retoños, cifra que pesa y sacude la conciencia de Bruno. A partir de allí, cada capítulo versará sobre el encuentro entre alguno de esos hijos con su padre. Por el momento: un adolescente con problemas de peso y autoestima (capítulo 2), una chica que sueña con viajar e irse lejos (capítulo 3) y un muchacho frustrado que intenta suicidarse (capítulo 4). 




En tono de comedia, El donante se sostiene con firmeza sobre un guión sólido y original que no cuestiona otras formas de dar vida, distintas de la tradicional, sino que, por el contrario, aprovecha el asunto con inteligencia y humor. A ello se suma la actuación de un elenco impecable: Muriel Santa Ana, que interpreta a una mujer desbordada e irritable, contrastable con la figura de María Carámbula: dedicada a las terapias alternativas y a la meditación, siempre centrada y en su eje, se perfila como la futura pareja de Bruno para, al final, cerrar el triángulo de “la familia unita”. Por su parte, Carlos Belloso juega el rol de un hombre que empieza a dejarse llevar por sus propios deseos. Ninguna de esas figuras opaca el brillo de María Alché: cómoda, perfecta y distendida le otorga a su papel la soltura y lozanía que requiere su personaje para poner a andar el mundo de un padre recientemente hallado. 

Mención aparte merece Rafael Ferro, no sólo porque a Bruno le creemos que no sabe bien si quiere conocer a todos sus hijos, pero sabe que, de hacerlo, cuenta (debe contar) con la intrepidez de Violeta; sino también porque ahora, caracterizado de ingeniero exitoso pero taciturno, errante pero bondadoso, de buen gusto al vestir y modales correctos, lo seguimos viendo tan (y aún más) deseable como en el personaje de plomero de Para vestir santos, papel que prodigara una magnífica reseña con justas loas a su apetecible figura. Es que, así como lo vemos, empujado a reunir y avivar su grandiosa prole, no podemos evitar asociar esa imagen con una previa: la de un cuerpo todo acuoso, líquido y vital transportado en pequeña dosis a unos frasquitos minúsculos de los que brotaran 144 seres, suficientes para ver en Bruno el retrato de un hombre fenomenal: raíz primigenia, padre dador de un ADN todo expandido en sus criaturas a través de un semen perfecto. Y es que, finalmente, si en el nombre de Violeta encontramos la referencia simbólica de lo que cambia y se transforma, en el nombre de Bruno no encontramos nada, ninguna cosa como no sea, simplemente, en El donante, el nombre del padre.

5 de noviembre de 2011

TV | "El Pacto" por América | Entre el estereotipo y la ingenuidad

Por Leonardo Maldonado

Después del revuelo que causó la renuncia de Mike Amigorena, finalmente América TV emitió el jueves pasado el primer capítulo de El Pacto, que desde la ficción aborda la complicidad de los medios gráficos hegemónicos con la última dictadura. El problema de la miniserie, al menos en este primer envío, no radica en el modo literal en que trata la problemática (nombres, personajes y situaciones que aluden de modo directo a los hechos reales ocurridos) sino en su llano esquematismo y en el tono elegido para narrar la historia.

Su intolerable didactismo, que se hace patente (y patético) ya en la segunda escena, en la clase universitaria donde la abogada Lucía Córdoba (Cecilia Roth) define dos maneras opuestas de entender la Historia y en la que tres de sus estudiantes discuten las consecuencias de la nueva Ley de Medios, emparenta a la serie con La historia oficial. Tal como ocurría con el personaje que allí interpretaba Norma Aleandro, Lucía queda atrapada en un laberinto en el que la ingenuidad y el estereotipo se conjugan y retroalimentan. De todos modos, al film de Puenzo puede otorgársele cierto “beneficio”: data de 1985.




¿No resulta extraño que la abogada que Roth compone, que se ha especializado en casos relacionados con los medios y que dicta cátedra sobre periodismo en la facultad de Ciencias Sociales de la UBA, desconozca el origen de Papel Integral? ¿Por qué al tiempo que manda a investigar a sus alumnos sobre el tema, no relaciona inmediatamente la denuncia de José Gancedo (Federico Luppi), dueño del ya extinto La Expresión, diario damnificado por el pacto celebrado, con un delito de lesa humanidad? Pecados de ingenuidad que afectan el verosímil de la historia y exasperan al espectador, que ya todo lo conoce.

Así, al dotar a Lucía de características heroicas (será ella la que revelará la verdad ante la sociedad) el guionista simplifica la realidad drásticamente. Porque si se plantean tantas correlaciones con los hechos reales sucedidos, es significativo que no se presente un solo rastro de las investigaciones y denuncias que se fueron haciendo a lo largo de la última década, que si bien no eran de notoriedad pública, circulaban en determinados ámbitos, alguno de los que Lucía no podría estar alejada. El problema no es la utilización del estereotipo (la televisión no trabaja sin ellos), sino el modo en que se lo trabaja y en el marco en que se lo hace actuar. Otro ejemplo: la complicidad entre el gerente de El Diario, el poderoso Horacio Murgan (Amigorena), y un juez federal corrupto (que es presentado con una música tenebrosa) se reduce a que aquél  pague a éste el geriátrico de su madre y el colegio de su hija.

Igual de simplificadora es la discusión sobre los setenta que Lucía y su esposo mantienen con su hijo de veinticinco años durante un desayuno. Sin duda, la mejor secuencia (y que evidentemente fue reconocida por sus responsables dado que sus imágenes fueron utilizadas en las primeras promociones) es aquella en que Murgan escucha la información que su asistente le ha preparado: la tarea de inteligencia efectuada realmente perturba.

Si es que no lo invisibilizan como producto televisivo, es esperable que las críticas de La Nación y de Clarín sean lapidarias. Incluso podrían decir lo que nunca dirían de tiras como Herederos de una venganza o Cuando me sonreís, o de un reality como Gran Hermano o de un magazine como La cocina del show: que El Pacto es un programa mediocre. Lejos están las secciones de Espectáculos de estos diarios de abordar de modo complejo la cuestión de la relación entre mediocridad y espectáculo. Pero si El Pacto pudiera ser considerado como mediocre, no lo sería de ningún modo por las impecables labores de Roth, Luppi y Amigorena, ni por la estética general, la factura técnica y la puesta en escena, ni por las imágenes de la presentación ni por la canción de apertura. Es en su exacerbado didactismo (que podría suscitar la calificación de “propagandista”), en su falta de sutilezas y de matices, en el esquematismo de la representación de la realidad y en el uso de gastados estereotipos donde el proyecto fracasa. Como si estas cuestiones tuvieran que ser la contrapartida obligada e inevitable de “hacer conocida la historia” de Papel Prensa para el gran público. Subestimación que alcanza también a los espectadores que siguieron el caso por 678, Tiempo Argentino, Página/12, o bien en libros especializados.