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8 de octubre de 2014

TV | "Viudas e Hijos del Rock & Roll" por Telefé | Desesperados por el sexo



Por Leonardo Maldonado

Apenas Telefé comenzó a exhibir en horario central Viudas e Hijos del rock & roll, la nueva tira de Underground, la productora de Sebastián Ortega, las comparaciones con el éxito alcanzado por Graduados hace dos años fueron inevitables. Otra vez la narración de un encuentro entre una pareja que pisa los cuarenta, la puesta en escena de una serie interminable de flashbacks de un pasado adolescente tan idílico como conflictivo, nuevamente el tono nostálgico de una época perdida y el eje puesto en la música como integradora de ambas etapas. Lo único que parece haber cambiado es la época: los 90 reemplazan aquí a los 80. No obstante, hay un signo que la diferencia de su antecesora: el sexo.

La historia comienza cuando muere Roby (Lalo Mir), el dueño de la Z Rock, y surgen tanto las disputas por la herencia como el manejo de la emisora. El funeral reúne a dos mujeres importantes de su vida: Sandra (Julieta Ortega), su última pareja, y Miranda (Paola Barrientos), su única hija, que estaban distanciadas desde la adolescencia, cuando la hija los descubrió in fraganti en unas vacaciones que pasaron en Villa Gesel. La televisación del velorio es el motor del reencuentro entre Miranda y su amor de verano, Diego (Damián De Santo), que intentará reconquistarla luego de tantos años. La situación se complica cuando aparece una hija ilegítima de Roby, la bella y fresca Vera (Celeste Cid), que tiene derechos sobre la empresa, y los Arostegui, la familia aristocrática a la que ahora Miranda pertenece, que traman arrebatar su inesperada herencia para subsanar sus decaídas finanzas. 

A medida que los personajes se van cruzando, el sexo adquiere fuerza, espesor y vigor. Pipo (Mex Urtizberea), el freak y viejo amigo de Roby, referente actual de la radio, se la pasa hablando cochinadas sexuales por teléfono con sus ocasionales partenaires. Sandra se acuesta con uno de los operadores de la radio, Federico (Nicolás Francella) y en su oficina le practica sexo oral a Bruno (Antonio Birabent) para calmar las tensiones del locutor estrella de la radio. Estela, la secretaria de Sandra, siente fuertes deseos sexuales por Nacho Arostegui (Ludovico De Santo), que a su vez quiere acostarse con Sandra. Tony (Juan Sorini), el petisero de la estancia La Eloísa de los Arostegui es codiciado tanto por Lourdes (Violeta Urtizberea), esposa de Nacho, como por Segundo (Juan Minujín), el esposo reprimido de Miranda, que es hijo ilegítimo del pater familias de los Arostegui, Emilio (Luis Machín), rico venido a menos que no deja de acosar (y acostarse con) Iaia, la mucama. Inés, la esposa de Emilio (una impresionante composición de Verónica Llinás) llega al orgasmo cuando el Polaco (Marcelo Mazzarelo) le proporciona en su gym unos intensos masajes en los muslos. Y por su parte Titi (Georgina Barbarrosa), madre de Diego y pareja del Polaco, lo amenaza con cortarle el miembro si lo llega a arragar en algo raro con esta dama de alta alcurnia. 

Pero la lista de relaciones y de deseos no se detiene aquí, sigue y parece insaciable. Susana (Griselda Siciliani), la ex novia de Diego, no hace más que hablar de sexo de modo figurado o con doble sentido. Mariana (Maju Lozano), importante locutora de la Z, está que arde con Diego pero se abre al darse cuenta que él sigue prendado de Miranda. Su compañero, el gordo y simpático Pedro (Darío Barassi), se desarma en elogios hacia todos los varones con que se cruza: dice Hashtag #le doy cada vez que un muchacho lo atrae. Gaby (María Leal), la madre de Miranda, se vanagloria de que en su juventud no ha dejado títere con cabeza y vuelve a las andanzas cuando, borracha, se le ofrece a Rama (Fernán Mirás), el mejor amigo de Diego. Muchacho inmaduro que sigue enamorado de la Sandra que conoció de pendejo pero se chamuya a Vera, que se prende fuego por Fede, que podría ser otro hijo de Roby y por lo tanto su hermano. En fin, y para resumir, no hay un solo personaje que no esté caliente. 

Parodiando el título de una vieja, disparatada y radiante comedia de Almodóvar, podría decirse que todos los personajes están Al borde de un ataque de celo. Sólo la historia de Diego y de Miranda, la pareja protagónica, está contada y mostrada desde un lugar más romántico, es decir, desde el amor. El resto de las relaciones está más bien representada desde el deseo. Los deseantes se miran, se espían, se tocan, se estudian corporalmente, se revuelcan en cualquier lado, se exhiben para el otro, se desnudan, se histeriquean, gimen, juegan y se dicen las pequeñas groserías de la intimidad que el discurso televisivo permite. Situaciones que están siempre atravesadas por el humor, la parodia o la ironía. Son atractivos la representación y el tratamiento de la frustración sexual que reside y habita en la familia de los polistas: no hay nadie de los Arostegui que no desee mantener una relación sexual extramatrimonial. La hipótesis es vieja pero sigue siendo eficiente y divertida: mientras los ricos (venidos a menos) están plenamente insatisfechos, los rockeros y los fanáticos del rock viven al palo. 

Esta red de insinuasiones, entregas, sospechas y revolcones pasa del cuerpo a la palabra. Estos personajes desesperados por el sexo generan murmuraciones sobre las relaciones de las que son parte, testigos o de las que sospechan. Así proyectan hipótesis, especulan, chusmean, secretean y fantasean. Diálogos que apuntalan el tono de comedia de la tira. Es casi seguro que con el correr de los capítulos apacerán más viudas e hijos, hecho que volverá irrisoria la fortuna dejada por ese animal de la radio (y de la cama) que fue Roby. Aunque uno como espectador prevea el final feliz, habrá que esperar hasta el último episodio para saber si Diego y Miranda serán los padres de un niño o de una niña que heredará el trono de Roby y será la futura estrella de la Z. 

13 de febrero de 2014

TV | "Avenida Brasil" por Telefé | La calle que enloquece a Latinoamérica

Por Sylvia Nadalin

Los extremos suelen crear experiencias desconocidas. Enero, con sus olas de calor inhumano, sus servicios públicos colapsados, y mi forzada permanencia en la ciudad, me sorprendió con esa sensación adolescente que creía olvidada: esperar cada tarde el comienzo de la novela, un rito que en la Argentina ha muerto en manos de pésimos guionistas, mediáticos protagónicos y espurios intereses de programación y ranking. Avenida Brasil, el culebrón brasilero que ha batido todos los récords de audiencia en Latinoamérica, llegó al país para hacernos repensar los problemas por los que atraviesa el género, además de disfrutar de una historia bien contada.

Como la buena literatura, los temas no son los que definen la genialidad de su autor sino el modo de contarlos. Las historias de amor no son la excepción a la regla, menos aún en el género rosa: la historia de la Cenicienta se repite, con variantes de personajes, pobreza, abandono e injusticia, casi desde la creación de la telenovela latinoamericana, esa que mexicanos, colombianos, brasileros y argentinos exportan al mundo.

El fenómeno que significó Avenida Brasil y su impacto en estos lares tiene múltiples motivos. Los éxitos propios obedecen a dos factores: la representación de la nueva clase media formada por esos 40 millones de brasileros que Lula sacó de la pobreza extrema y que hoy constituyen la denominada “Clase C”, que se ha apropiado del mayor lugar social y de consumo del país, lo que le permite una fuerte identificación con el público que vio reflejado por primera vez en la pantalla su cotidiano cultural en el ambiente de los suburbios, no como algo marginal sino como una realidad nueva, muy alejada de las estigmatizaciones de ricos y pobres a las que estaban acostumbrados. 

El otro factor es la impresionante renovación estética de la telenovela por la calidad de imagen y dirección, fruto de su creador João Emanuel Carneiro, guionista y director de cine; y del lenguaje, que comenzó a hablar como hablan los brasileros de a pie.

Ese cóctel resultó un éxito mundial: 36 millones de espectadores y 80 millones el último capítulo, con un costo de 45 millones de dólares y una facturación de 1 billón por publicidad y licencias de transmisión y venta en 106 países, y traducción a 14 idiomas

En la Argentina, su éxito obedece más a carencias propias que a logros ajenos. El modus operandi de escritura de nuestras producciones televisivas viene sufriendo fuertes críticas tanto del público como de los propios guionistas, quienes se quejan de la falta de una producción de la potencia de O Globo, Televisa o Caracol (que produjo Escobar, el Patrón del Mal) que apueste presupuestariamente a largo plazo, la carencia de contenidos elaborados, planificados en capítulos que no se alteren por ranking o necesidades de programación, actores de trayectoria en vez de bonitas/os estrellitas mediáticas que nada saben en trabajar personajes con identidad, y guionistas presionados por salir al aire con apenas el 30% de la historia original escrita. Estos problemas se repiten en todas y cada de las ficciones argentinas, generando cada vez más rechazo y desilusión en el gran público.

De ahí que la historia de venganza de Nina contra su malvada ex madrastra Carminha por haberla abandonado de pequeña en un basural de Río de Janeiro sea quizás tan común como tantas que hemos visto, su seducción está en el talento del escritor en contarnos esa conocida historia dramática de una manera apasionante.

21 de diciembre de 2012

TV | "Graduados" por Telefé | El fin de un mundo



Por Cecilia Perna

Es ya jueves 20 de diciembre, son las 0:30, y hace media hora se nos terminó un mundo: fue el final de Graduados y estoy de duelo. Telefé seguía transmitiendo festejos desde el teatro Gran Rex pero yo apagué el televisor. No me interesaba ver toda esa parodia marketinera que armaron: esos actores tienen más barrio y tablas que alfombra roja… no me daba verlos ahí. Preferí quedarme con los restos de la verosimilitud. (Aunque debo decir, con el corazón en la mano, que el último capítulo no me gustó nada: fue largo como esperanza de pobre y los personajes estaban desdibujados en el afán de querer redimirlos con un golpe de felicidad a todos… yo sé que en estos casos, la felicidad forma parte de la convención, pero acá ni la convención me convencía. Pero no es esto lo que quiero decir, sino todo lo contrario).

Ayer, (martes a la noche) como todos los días después de las “escenas del próximo capítulo”, llamé a mi mamá por teléfono para los comentarios de costumbre (¿viste que al final se lo dijo? qué risa lo del abogator, y Patricia, qué desgraciada, porque Loly es una histérica, pero también con el Narciso que tiene de marido, y el otro encima no madura, la que está re bien es Lauría, son todos así los psiquiatras, tal cual, es increíble que termine enamorada de Tuca, etc). Pero esta vez mi mamá atendió el teléfono medio emocionada y me dijo: “¿te das cuenta? mañana se termina, y todos ellos nos hacían compañía, y ya no los vamos a ver más”. Entonces sí, me di cuenta, era verdad lo de la compañía. Yo también, mientras comía sola en casa una ensalada comprada en el chino, o me preparaba algo en la Essen, prendía la tele y los esperaba -a veces con la cabeza rota de tanto dar clases- y me reía, y lloriqueaba y preparaba un mate y el trabajo del día siguiente… toda una rutina, que culminaba con la llamada a mi mamá para los comentarios. Y todo eso se acabó recién.


Me pregunto: ¿qué hace que uno ame así una historia? ¿qué hace que uno vuelva y vuelva, con fidelidad de reloj o de geisha a sentarse de lunes a viernes frente a una pantalla –y que sufra un poco cuando se la pierde y que maldiga a los ejecutivos del canal cuando deciden sorpresivos cambios de horario-? 

Graduados fue genial. Toda genial (excepto el último capítulo, del que haré caso omiso). Pensé mucho por qué era tan buena, si tantas veces con grandes actores y mucho más presupuesto se había logrado producir cada bodrio… ¿qué tenía esta novela de especial? Una tarde, haciendo zapping, enganché una entrevista a Juan Gil Navarro en CN23 y él decía algo que era la clave: decía que en el set todos los actores tenían la misma oportunidad de componer, incluso de improvisar y probar cosas más allá del libreto, y que sin importar si eran personajes centrales o secundarios, todos a la hora de actuar tenían su lugar propio. Finalmente presentí que era todo una cuestión de niveles. Y empecé a observar la novela un poco así, pensando en los niveles. 

Era verdad: por un lado, la trama argumental, arraigada en la mejor de las tradiciones de la comedia de enredos, estaba llena de secretos en diferentes niveles: secretos cotidianos, secretitos, oscuros antiguos secretos, secretos bombas. Y esas capas de secretos, circulaban, desniveladamente entre todos los personajes… y se iban revelando, gradualmente, en la cara de cada quien, explotando a su medida y con sus propios tiempos: armoniosamente a los fines argumentales, pero sin seguir el orden que manda el hábito y la convención. Ese era, creo yo, el gran secreto -pero esta vez de los guionistas- para mantener el vilo, para generar un público fiel.  Pero estaban también los actores que, como ya dijimos, creaban en la libertad de su espacio, como organizados en círculos que se tocan e intersectan. Y si bien, como el género pide, se respetaba la convención estructural básica de la comedia romántica, quién era el principal y quién el secundario, quién era el malo y quién el bueno, quién iba a terminar con quién, era muchas veces difícil de determinar. Se desdibujaban así los niveles de protagonismo. Quizá en eso, seguían la tradición teatral, donde todo lo que entra en escena, aunque pequeñito, tiene su peso específico, y el peso específico en la televisión es un diamante tan difícil de encontrar...

Esos seres estaban construidos sobre la mezcla perfecta del soporte de estereotipo ganchero y la singularidad del personaje psicológico, pero liviano, de baja densidad. Magnífica receta. Y eran seres construidos en los cuerpos de unos actores genios, de esos que los ves trabajar y dan ganas de ponerse a saltar arriba de la mesa, actores que, obviamente, tuvieron la oportunidad real de actuar componiendo un otro. Siento que es injusto elegir mejores personajes, pero no puedo evitar decir: Isabel Macedo, Isabel Macedo, Isabel Macedo, con su gorda devenida flaca, rayana en la locura, tan oscura y tan simple a la vez. Qué placer. Y qué placer Mercedes Escápola que me parece re raro que no hable de verdad en cordobés, y Chang Kim Sung, que no sé abajo de qué baldosa habrá estado todo este tiempo. Qué placer todos y qué feo saber que los voy a extrañar, que dejaron de existir, que esto es casi una pequeña muerte colectiva. 

Bueno, en fin… se terminó. Debo decir, nos quedamos sin novela. Estoy triste: ya no tengo más historia de amor con la que comer todas las noches. Ahora hay que ver cómo pasar el verano. Se me ocurren dos opciones: una, hacer zapping entre algún par de programas que no van a tener la intensidad de Graduados. Otra, hacerle honor al amor, y salir a buscarme un novio para charlar en la cena. 

24 de junio de 2012

TV | "El donante" por Telefé | (En) El nombre del padre


Por G. C. R. 

Y [Dios] los bendijo, diciéndoles: 
Sean felices, multiplíquense
llenen la tierra y sométanla…”
(La Biblia, Génesis, 128)

En El donante, unitario que emite Telefé los martes a las 22.15, Rafael Ferro interpreta a Bruno Sartori, un ingeniero exitoso que vive solo y desanimado desde que quedó viudo. Sus vecinos, la pareja de Raúl (Carlos Belloso) y Eva (Muriel Santa Ana), son sus mejores amigos: se preocupan por él, intentan animarlo y hasta le festejan su cumpleaños. No obstante, Bruno se siente abatido, olvida el festejo y se queda dormido cuando intenta mantener relaciones con una bella mujer. Paradójicamente, la soledad parece ser su mejor compañera, sin embargo, el día que cumple cuarenta y cinco años todo cambia. 





La peripecia se inicia en el primer capítulo cuando Violeta (María Alché), una joven fresca y ágil, decide buscar al donante de esperma que le permitió a su madre (María Carámbula) concebirla. En ese punto, Violeta descubre que Bruno es su padre y no tarda en comunicárselo. En el pasado, el personaje interpretado por Ferro recurría a donaciones de esperma para poder costear sus estudios. En el presente, Bruno se entera de que sus donaciones han dado vida y, justamente, una de ellas se hace presente para devolverle lo mismo: Violeta parece llegar para alimentar el cambio y para activar los dispositivos de una vida estancada. 

La joven no sólo emprende una búsqueda personal sino que insta al padre a saber si hay otros hijos como ella. Precipitadamente, la verdad se revela como una colonia de 144 retoños, cifra que pesa y sacude la conciencia de Bruno. A partir de allí, cada capítulo versará sobre el encuentro entre alguno de esos hijos con su padre. Por el momento: un adolescente con problemas de peso y autoestima (capítulo 2), una chica que sueña con viajar e irse lejos (capítulo 3) y un muchacho frustrado que intenta suicidarse (capítulo 4). 




En tono de comedia, El donante se sostiene con firmeza sobre un guión sólido y original que no cuestiona otras formas de dar vida, distintas de la tradicional, sino que, por el contrario, aprovecha el asunto con inteligencia y humor. A ello se suma la actuación de un elenco impecable: Muriel Santa Ana, que interpreta a una mujer desbordada e irritable, contrastable con la figura de María Carámbula: dedicada a las terapias alternativas y a la meditación, siempre centrada y en su eje, se perfila como la futura pareja de Bruno para, al final, cerrar el triángulo de “la familia unita”. Por su parte, Carlos Belloso juega el rol de un hombre que empieza a dejarse llevar por sus propios deseos. Ninguna de esas figuras opaca el brillo de María Alché: cómoda, perfecta y distendida le otorga a su papel la soltura y lozanía que requiere su personaje para poner a andar el mundo de un padre recientemente hallado. 

Mención aparte merece Rafael Ferro, no sólo porque a Bruno le creemos que no sabe bien si quiere conocer a todos sus hijos, pero sabe que, de hacerlo, cuenta (debe contar) con la intrepidez de Violeta; sino también porque ahora, caracterizado de ingeniero exitoso pero taciturno, errante pero bondadoso, de buen gusto al vestir y modales correctos, lo seguimos viendo tan (y aún más) deseable como en el personaje de plomero de Para vestir santos, papel que prodigara una magnífica reseña con justas loas a su apetecible figura. Es que, así como lo vemos, empujado a reunir y avivar su grandiosa prole, no podemos evitar asociar esa imagen con una previa: la de un cuerpo todo acuoso, líquido y vital transportado en pequeña dosis a unos frasquitos minúsculos de los que brotaran 144 seres, suficientes para ver en Bruno el retrato de un hombre fenomenal: raíz primigenia, padre dador de un ADN todo expandido en sus criaturas a través de un semen perfecto. Y es que, finalmente, si en el nombre de Violeta encontramos la referencia simbólica de lo que cambia y se transforma, en el nombre de Bruno no encontramos nada, ninguna cosa como no sea, simplemente, en El donante, el nombre del padre.