21 de diciembre de 2012

TV | "Graduados" por Telefé | El fin de un mundo



Por Cecilia Perna

Es ya jueves 20 de diciembre, son las 0:30, y hace media hora se nos terminó un mundo: fue el final de Graduados y estoy de duelo. Telefé seguía transmitiendo festejos desde el teatro Gran Rex pero yo apagué el televisor. No me interesaba ver toda esa parodia marketinera que armaron: esos actores tienen más barrio y tablas que alfombra roja… no me daba verlos ahí. Preferí quedarme con los restos de la verosimilitud. (Aunque debo decir, con el corazón en la mano, que el último capítulo no me gustó nada: fue largo como esperanza de pobre y los personajes estaban desdibujados en el afán de querer redimirlos con un golpe de felicidad a todos… yo sé que en estos casos, la felicidad forma parte de la convención, pero acá ni la convención me convencía. Pero no es esto lo que quiero decir, sino todo lo contrario).

Ayer, (martes a la noche) como todos los días después de las “escenas del próximo capítulo”, llamé a mi mamá por teléfono para los comentarios de costumbre (¿viste que al final se lo dijo? qué risa lo del abogator, y Patricia, qué desgraciada, porque Loly es una histérica, pero también con el Narciso que tiene de marido, y el otro encima no madura, la que está re bien es Lauría, son todos así los psiquiatras, tal cual, es increíble que termine enamorada de Tuca, etc). Pero esta vez mi mamá atendió el teléfono medio emocionada y me dijo: “¿te das cuenta? mañana se termina, y todos ellos nos hacían compañía, y ya no los vamos a ver más”. Entonces sí, me di cuenta, era verdad lo de la compañía. Yo también, mientras comía sola en casa una ensalada comprada en el chino, o me preparaba algo en la Essen, prendía la tele y los esperaba -a veces con la cabeza rota de tanto dar clases- y me reía, y lloriqueaba y preparaba un mate y el trabajo del día siguiente… toda una rutina, que culminaba con la llamada a mi mamá para los comentarios. Y todo eso se acabó recién.


Me pregunto: ¿qué hace que uno ame así una historia? ¿qué hace que uno vuelva y vuelva, con fidelidad de reloj o de geisha a sentarse de lunes a viernes frente a una pantalla –y que sufra un poco cuando se la pierde y que maldiga a los ejecutivos del canal cuando deciden sorpresivos cambios de horario-? 

Graduados fue genial. Toda genial (excepto el último capítulo, del que haré caso omiso). Pensé mucho por qué era tan buena, si tantas veces con grandes actores y mucho más presupuesto se había logrado producir cada bodrio… ¿qué tenía esta novela de especial? Una tarde, haciendo zapping, enganché una entrevista a Juan Gil Navarro en CN23 y él decía algo que era la clave: decía que en el set todos los actores tenían la misma oportunidad de componer, incluso de improvisar y probar cosas más allá del libreto, y que sin importar si eran personajes centrales o secundarios, todos a la hora de actuar tenían su lugar propio. Finalmente presentí que era todo una cuestión de niveles. Y empecé a observar la novela un poco así, pensando en los niveles. 

Era verdad: por un lado, la trama argumental, arraigada en la mejor de las tradiciones de la comedia de enredos, estaba llena de secretos en diferentes niveles: secretos cotidianos, secretitos, oscuros antiguos secretos, secretos bombas. Y esas capas de secretos, circulaban, desniveladamente entre todos los personajes… y se iban revelando, gradualmente, en la cara de cada quien, explotando a su medida y con sus propios tiempos: armoniosamente a los fines argumentales, pero sin seguir el orden que manda el hábito y la convención. Ese era, creo yo, el gran secreto -pero esta vez de los guionistas- para mantener el vilo, para generar un público fiel.  Pero estaban también los actores que, como ya dijimos, creaban en la libertad de su espacio, como organizados en círculos que se tocan e intersectan. Y si bien, como el género pide, se respetaba la convención estructural básica de la comedia romántica, quién era el principal y quién el secundario, quién era el malo y quién el bueno, quién iba a terminar con quién, era muchas veces difícil de determinar. Se desdibujaban así los niveles de protagonismo. Quizá en eso, seguían la tradición teatral, donde todo lo que entra en escena, aunque pequeñito, tiene su peso específico, y el peso específico en la televisión es un diamante tan difícil de encontrar...

Esos seres estaban construidos sobre la mezcla perfecta del soporte de estereotipo ganchero y la singularidad del personaje psicológico, pero liviano, de baja densidad. Magnífica receta. Y eran seres construidos en los cuerpos de unos actores genios, de esos que los ves trabajar y dan ganas de ponerse a saltar arriba de la mesa, actores que, obviamente, tuvieron la oportunidad real de actuar componiendo un otro. Siento que es injusto elegir mejores personajes, pero no puedo evitar decir: Isabel Macedo, Isabel Macedo, Isabel Macedo, con su gorda devenida flaca, rayana en la locura, tan oscura y tan simple a la vez. Qué placer. Y qué placer Mercedes Escápola que me parece re raro que no hable de verdad en cordobés, y Chang Kim Sung, que no sé abajo de qué baldosa habrá estado todo este tiempo. Qué placer todos y qué feo saber que los voy a extrañar, que dejaron de existir, que esto es casi una pequeña muerte colectiva. 

Bueno, en fin… se terminó. Debo decir, nos quedamos sin novela. Estoy triste: ya no tengo más historia de amor con la que comer todas las noches. Ahora hay que ver cómo pasar el verano. Se me ocurren dos opciones: una, hacer zapping entre algún par de programas que no van a tener la intensidad de Graduados. Otra, hacerle honor al amor, y salir a buscarme un novio para charlar en la cena. 

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