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11 de agosto de 2014

CINE | "Escuela de sordos" de Ada Frontini | El sonido del silencio


Por Alba Ermida

Invisibles como nos son a los oyentes, paradójicamente por no ser ruidosos, los sordos, se llevan el tema y el título, aunque no el protagonismo, en esta película de divulgación porque Escuela de sordos es una descripción de la profesión de Alejandra Agüero o más bien un retrato de ella en su profesión y de cómo esta irriga casi todos los aspectos de su vida. Fundadora de una escuela de sordos en una ciudad de provincia, se dedica en cuerpo y alma a integrar a los sordos en el mundo sonoro. Y eso es lo que muestra el documental. Alejandra enseñándole a distintas personas no sólo el lengua de señas: también a leer y a escribir, a mandar mensajes de texto; en definitiva, a formar parte del mundo que los rodea.

La ausencia de conflictos que al menos dejen entrever una brizna de narración ralentizan la película y la convierten en una sucesión de ventanas o agujeros por los que espiar la cotidianidad de la protagonista. Dos secuencias son destacables. En una, la cena en casa de Alejandra es la excusa para presenciar la conversación entre ella y su amigo Juan, lo que supone un cambio en el devenir narrativo de este documental. Primero, el cambio en relación al sonido. Durante las escenas previas en la escuela, la profesora habla tanto con voz como en lengua de señas con sus alumnos. Sin embargo, en esta escena el acercamiento a la realidad física perceptiva de los sordos es mayor, pues Alejandra se limita a las señas. El silencio es tan llamativo que hay que prestar atención a los sonidos ambiente para saber realmente si se eliminó la pista de audio. Por otra parte, la información que se transmite a lo largo de la conversación resulta un motor de empatía que mueve al interés sobre el tema, pues no es una simple conferencia a dos voces -o cuatro manos, para ser más exactos- sobre la problemática de la lengua de signos, las escuelas o las personas con un implante. 

La otra escena hermosa, donde se aprecia el estilo de este documental multipremiado, es el plano fijo en el campo, al lado del lago. Resulta desconcertante durante los primeros segundos de la escena que no haya subtítulos de lo que hablan los sordos que aparecen. Sin embargo, cuando uno se pregunta “por qué” empieza a oír los pájaros, el murmullo de las hojas de los árboles, y la asociación es directa. Su mundo es absolutamente silencioso, silencio abrumador, no pueden disfrutar de oír sonidos tan hermosos como los de la naturaleza; y nosotros, oyentes, desaprovechamos la percepción del mundo auditivo por culpa de nuestro estruendo, de lo ruidosos que somos al comunicarnos.

"Escuela de sordos" de Ada Frontini (Argentina, 2013, 72'). Domingos de agosto en MALBA, Figueroa Alcorta 3415. Entrada: $40, $20. Desde el jueves 14/8 en el Espacio INCAA KM 0 – Gaumont, Av. Rivadavia 1635. 

19 de mayo de 2014

CINE | "Ramón Ayala" de Marcos López | Un retrato que piensa


Por Eugenia Guevara


Marcos López, además de prestigioso, es el fotógrafo argentino más popular de los últimos 20 años. Dueño de un estilo potente e inconfundible, colorido y brillante, y de un nombre fácil de ser recordado, también tuvo desde siempre el poder de hacer que sus imágenes, más que nada sus retratos, saltaran a los imaginarios de aficionados a la fotografía, fotógrafos e incluso de aquellos que nunca habían pensado en la fotografía como arte, y se instalaran en un lugar preferencial. Así la imagen creada por Marcos López remite a Marcos López de inmediato. Y el tema de la marca (como huella pero también como un rasgo identitario), del nombre, de la memoria, es una idea con peso en el documental Ramón Ayala, que López dirigió sobre el poeta, músico, cantor, pintor, una figura clave de la música popular argentina, cuyo nombre, justamente, no se asocia tan directamente ni tan fácil a su obra, una obra inmensa y conocida. ¿Quién no sabe de memoria, quiera o no, los versos y los acordes de canciones como Posadeña linda o El cosechero?

La ópera prima de Marcos López es un retrato de Ramón Ayala, pero también es otra cosa. Es un retrato que, en principio, no se distancia de los retratos fotográficos de su realizador: planos fijos, lindos encuadres, color y luz, escenificaciones o "puestas en escena". Y los personajes, empezando por el propio Ramón Ayala, inconmensurable en toda su sabiduría y su magnificencia. Liliana Herrero, una de las entrevistadas en la película, junto con Juan Falú o el Tata Cedrón, por nombrar algunos, dice que Ramón Ayala cuando habla, recita, o canta, tiene en la voz, o en el acto, el gesto de quien crea el mundo, o un mundo, el don de originar, digamos. Y ese detalle que recoge Marcos López de Ayala asume el rol del instante preciso para la foto perfecta, al tiempo que ofrece una pista muy significativa a la hora de ir construyendo a Ayala. Igualmente el testimonio de otros personajes, cuyas existencias están relacionadas con Ayala, a partir de la influencia que su obra tuvo en ellos (por ejemplo el publicitario Víctor Kesselman o el vendedor ambulante de discos) forman parte de ese retrato. Y es entonces sí un retrato pero al mismo tiempo es una obra que piensa en la memoria y en el recuerdo que dejamos, explora cómo es que la existencia de uno (en este caso, un uno que es una pieza clave de la cultura argentina) adquiere sentido y se proyecta en relación con la existencia de otros. Marcos López escoge a Ramón Ayala, pero también al vendedor de discos. En la película Ayala mismo habla de la canción como memoria, al referirse a la suya sobre los olvidados mensús

Un amigo documentalista me dijo que la película de Marcos López sobre Ramón Ayala no le había gustado. ¿Porque es de fotógrafo con mucho plano fijo?, le pregunté. Ni siquiera, contestó. Su razón era que el personaje de Ayala "se le escapaba". Me quedé pensando en eso, y en la película que a mí me había gustado mucho; recién acababa de verla cuando escuché su opinión. Y como no sólo somos recordados en relación con otros sino que también nos construimos confrontando opiniones con otros estuve dándole vueltas al asunto. Pero no. Ramón Ayala no "se le escapa". Tras la idea de la huella, Marcos López muestra rasgos muy particulares y precisos sobre el artista. Lo sigue hasta las entrañas de los condados del folklore argentino, al serrano festival de Cosquín en Córdoba. Lo ubica en esa Misiones que en cada toma nos recuerda a rojo y a verde, y a río, a Horacio Quiroga y a Alfredo Varela. Incluso se citan fragmentos de la hermosa Las aguas bajan turbias de Hugo del Carril, basada en El río oscuro de Varela. Una película mito que también ha quedado marcada a fuego en la memoria de generaciones. Porque también somos los espacios que habitamos y en el caso de Ayala, no sólo los que habita sino y sobre todo los que recrea de tal manera que logra transportar a quien lo escucha hasta el medio de la selva. Así el documental Ramón Ayala, acaso un gran documental de autor, no sólo capta la foto precisa del poeta. También establece conexiones entre memoria, cultura popular e imaginario, haciendo que el debut de Marcos López como cineasta sea por demás interesante. 

"Ramón Ayala, el Mensú, entre la Selva y el Río" de Marcos López. Documental, 63'. Formatos de Rodaje: HD, HDV. Funciones: viernes de mayo y junio a las 20 horas. Malba Cine, Malba, Av. Figuero Alcorta 3415. Entrada: $18, $35. Estreno en Espacio Incaa KM O Gaumont, 12 de junio de 2014. 

9 de septiembre de 2013

ARTE | "Obsesión infinita" de Yayoi Kusama en el MALBA | Un amor eterno



Por Cecilia Perna 

Nunca había visto tanta gente queriendo entrar a un museo, la cola daba literalmente la vuelta a la plaza del Malba y duró exactamente dos horas de espera. Todos ahí para ver la muestra de Yayoi Kusama, Obsesión Infinita, que empezó en junio y termina el 16 de septiembre. Un público que redundaba en niños y amigas solteras, papás progres y señoras grandes. Amuchados y alegres esperando entrar. 

Yo iba desconfiada, no sabía exactamente quién era Yayoi, la verdad, y había una promoción de Samsung que decía que si mostrabas tu smart phone, te hacían dos por uno. El rasgo consumista me asusta, me pone a la defensiva. 

De todas maneras, no sé por qué me resisto si al final no puedo evitar plegarme siempre a las felicidades de masa. Pero igual me preguntaba, ¿por qué la gente estaba ahí? ¿Qué fenómeno de marketing milagrosamente logrado los había arrastrado en manada hasta las puertas del Malba? Pensaba en dos causas –además de las promociones de Samsung- el color pop y la mística romántica de la artista loca. Yayoi  Kusama, corría de boca en boca, “la japonesa que pinta para no suicidarse”. 

Finalmente entramos: presentamos dos smart phone y, con un descuento de estudiantes, nos dieron 5 planchuelas de lunares de colores, stickers que rápidamente me puse por la ropa, -uno rojo chiquito entre los ojos, como bendición hindú- a la usanza de los consumidores. Decoré con una flor la manga de mi mamá y entramos, en el maremágnum de  gente, al universo Yayoi. 

Obsesión infinita es una muestra retrospectiva, comienza por sus cuadros en papel de los 50, abstracciones que ella pintaba en Japón, a dos aguas, entre su maestro más tradicionalista y los recortes de las revistas norteamericanas que le llegaban de la otra punta del mundo. Chatos, los cuadros de los 50 quieren volverse cuerpo, y entonces ella salta a Nueva York en 1957 donde permanece hasta el 73, cuando regresa a Japón. En ese período, los patrones repetitivos de circulitos y puntos de aquellas primeras abstracciones, se abren a la tercera dimensión y aprenden a ser instalación, escultura y videoarte… pero también intervención política en el mundo: podemos ver fotos y filmaciones de Yayoi desnuda, entre sus lunares, en las manifestaciones contra la guerra de Vietnam: rodeada de policías, poniendo su cuerpo en el mundo, vestido tan sólo con esos stickers redondos como los que todos teníamos en la ropa, en la piel en las carteras y los zapatos… y entonces, por primera vez, entendí, con un entendimiento afectivo, lo que significaba el arte pop de los 60, entendí esa continuidad rara de la representación al impresionismo a las vanguardias a la abstracción al deseo irrefrenable de ser cuerpo, de saltar de la chatura del bastidor y corporizarse: fluir como cuerpo por las calles estrictas de las sociedades militarizadas: Yayoi bella y desnuda llena de puntitos que fluían por encima de mi ropa. 


La necesidad de hacerse cuerpo es la locura misma: en un documental, a los 80 años, ella explica que un día vio los círculos subirle por la mano y desde ese momento no pudo dejar de pintarlos… ese patrón estaba, en su visión, por todo el mundo, ¿cómo transmitir esa visión a los otros? La instalación era la respuesta, llenar el espacio de lunares que modifiquen la percepción: un cuarto cotidiano de luz negra y puntos fluorescentes, un espacio infinito espejado de agua y luz, un tránsito deslumbrado y divertido, subvertido y alegre. Acogedor: un mundo de falos mullidos y comestibles y cuerpos alunarados de chicas que dan ganas de acariciar. Un mundo feliz, pero feliz de verdad, sensualmente feliz desde lo más elemental: la locura que toma las calles militarizadas. 

En 1977, voluntariamente, Yayoi se recluyó en un neuropsiquiátrico, donde vive y crea hasta el día de hoy. En la planta baja del museo, vemos que vuelve a la lisura de los bastidores. Gigantes y estridentes de color, están de vuelta en sus dos dimensiones, como si los lunares se hubieran aquietado y regresado a casa; pero son descomunalmente vitales, comparados con aquellas primeras pinturas en papel. Tienen la vitalidad de lo corpóreo… y son libres: están en el marco de los bastidores porque así lo desean, y cada tanto saltan, cuando quieren, afuera, de pura picardía. Es una especie de sabiduría del crecimiento. 

La última instalación que visitamos es un cuarto donde la gente deja sus stickers pegados por todas partes: paredes, muebles, ropa, piel, cabellos, objetos…  alguien dijo: “dame un círculo verde, que lo voy a pegar pidiendo un deseo”… me encantó la idea: pedir un deseo interviniendo una obra donde el deseo es la fuerza que quiebra todas las barreras. 

A la noche, estaba en una pizzería con una amiga que había ido a ver la muestra antes que yo. Me hizo mirar a la calle y me dijo: “fijate, todo está lleno de puntos, la cosa más elemental”. Era la verdad más increíble: los semáforos, las luces de los autos, los mosaicos del hotel de enfrente, los reflejos del interior en la vidriera… un universo de círculos brillantes: el arte y la vida se habían juntado para siempre. Por fin un amor eterno.

Gracias Yayoi por hacernos entender en masa algo tan simple.


Hasta el 16 de septiembre en el Malba, Avenida Figuero Alcorta 3415, Buenos Aires. Entrada: $40, $20. Miércoles: $20. Jueves a lunes de 12 a 20, miércoles hasta las 21.