Por Cecilia Perna
Nunca había visto tanta gente queriendo entrar a un museo, la cola daba literalmente la vuelta a la plaza del Malba y duró exactamente dos horas de espera. Todos ahí para ver la muestra de Yayoi Kusama, Obsesión Infinita, que empezó en junio y termina el 16 de septiembre. Un público que redundaba en niños y amigas solteras, papás progres y señoras grandes. Amuchados y alegres esperando entrar.
Yo iba desconfiada, no sabía exactamente quién era Yayoi, la verdad, y había una promoción de Samsung que decía que si mostrabas tu smart phone, te hacían dos por uno. El rasgo consumista me asusta, me pone a la defensiva.
De todas maneras, no sé por qué me resisto si al final no puedo evitar plegarme siempre a las felicidades de masa. Pero igual me preguntaba, ¿por qué la gente estaba ahí? ¿Qué fenómeno de marketing milagrosamente logrado los había arrastrado en manada hasta las puertas del Malba? Pensaba en dos causas –además de las promociones de Samsung- el color pop y la mística romántica de la artista loca. Yayoi Kusama, corría de boca en boca, “la japonesa que pinta para no suicidarse”.
Finalmente entramos: presentamos dos smart phone y, con un descuento de estudiantes, nos dieron 5 planchuelas de lunares de colores, stickers que rápidamente me puse por la ropa, -uno rojo chiquito entre los ojos, como bendición hindú- a la usanza de los consumidores. Decoré con una flor la manga de mi mamá y entramos, en el maremágnum de gente, al universo Yayoi.
Obsesión infinita es una muestra retrospectiva, comienza por sus cuadros en papel de los 50, abstracciones que ella pintaba en Japón, a dos aguas, entre su maestro más tradicionalista y los recortes de las revistas norteamericanas que le llegaban de la otra punta del mundo. Chatos, los cuadros de los 50 quieren volverse cuerpo, y entonces ella salta a Nueva York en 1957 donde permanece hasta el 73, cuando regresa a Japón. En ese período, los patrones repetitivos de circulitos y puntos de aquellas primeras abstracciones, se abren a la tercera dimensión y aprenden a ser instalación, escultura y videoarte… pero también intervención política en el mundo: podemos ver fotos y filmaciones de Yayoi desnuda, entre sus lunares, en las manifestaciones contra la guerra de Vietnam: rodeada de policías, poniendo su cuerpo en el mundo, vestido tan sólo con esos stickers redondos como los que todos teníamos en la ropa, en la piel en las carteras y los zapatos… y entonces, por primera vez, entendí, con un entendimiento afectivo, lo que significaba el arte pop de los 60, entendí esa continuidad rara de la representación al impresionismo a las vanguardias a la abstracción al deseo irrefrenable de ser cuerpo, de saltar de la chatura del bastidor y corporizarse: fluir como cuerpo por las calles estrictas de las sociedades militarizadas: Yayoi bella y desnuda llena de puntitos que fluían por encima de mi ropa.
La necesidad de hacerse cuerpo es la locura misma: en un documental, a los 80 años, ella explica que un día vio los círculos subirle por la mano y desde ese momento no pudo dejar de pintarlos… ese patrón estaba, en su visión, por todo el mundo, ¿cómo transmitir esa visión a los otros? La instalación era la respuesta, llenar el espacio de lunares que modifiquen la percepción: un cuarto cotidiano de luz negra y puntos fluorescentes, un espacio infinito espejado de agua y luz, un tránsito deslumbrado y divertido, subvertido y alegre. Acogedor: un mundo de falos mullidos y comestibles y cuerpos alunarados de chicas que dan ganas de acariciar. Un mundo feliz, pero feliz de verdad, sensualmente feliz desde lo más elemental: la locura que toma las calles militarizadas.
La necesidad de hacerse cuerpo es la locura misma: en un documental, a los 80 años, ella explica que un día vio los círculos subirle por la mano y desde ese momento no pudo dejar de pintarlos… ese patrón estaba, en su visión, por todo el mundo, ¿cómo transmitir esa visión a los otros? La instalación era la respuesta, llenar el espacio de lunares que modifiquen la percepción: un cuarto cotidiano de luz negra y puntos fluorescentes, un espacio infinito espejado de agua y luz, un tránsito deslumbrado y divertido, subvertido y alegre. Acogedor: un mundo de falos mullidos y comestibles y cuerpos alunarados de chicas que dan ganas de acariciar. Un mundo feliz, pero feliz de verdad, sensualmente feliz desde lo más elemental: la locura que toma las calles militarizadas.
En 1977, voluntariamente, Yayoi se recluyó en un neuropsiquiátrico, donde vive y crea hasta el día de hoy. En la planta baja del museo, vemos que vuelve a la lisura de los bastidores. Gigantes y estridentes de color, están de vuelta en sus dos dimensiones, como si los lunares se hubieran aquietado y regresado a casa; pero son descomunalmente vitales, comparados con aquellas primeras pinturas en papel. Tienen la vitalidad de lo corpóreo… y son libres: están en el marco de los bastidores porque así lo desean, y cada tanto saltan, cuando quieren, afuera, de pura picardía. Es una especie de sabiduría del crecimiento.
La última instalación que visitamos es un cuarto donde la gente deja sus stickers pegados por todas partes: paredes, muebles, ropa, piel, cabellos, objetos… alguien dijo: “dame un círculo verde, que lo voy a pegar pidiendo un deseo”… me encantó la idea: pedir un deseo interviniendo una obra donde el deseo es la fuerza que quiebra todas las barreras.
A la noche, estaba en una pizzería con una amiga que había ido a ver la muestra antes que yo. Me hizo mirar a la calle y me dijo: “fijate, todo está lleno de puntos, la cosa más elemental”. Era la verdad más increíble: los semáforos, las luces de los autos, los mosaicos del hotel de enfrente, los reflejos del interior en la vidriera… un universo de círculos brillantes: el arte y la vida se habían juntado para siempre. Por fin un amor eterno.
Gracias Yayoi por hacernos entender en masa algo tan simple.
Hasta el 16 de septiembre en el Malba, Avenida Figuero Alcorta 3415, Buenos Aires. Entrada: $40, $20. Miércoles: $20. Jueves a lunes de 12 a 20, miércoles hasta las 21.