Por Alejandro Dramis
Dos amigas juegan a jugar que viven dos
vidas que no son más que las suyas propias en Niñas
cálidas. Ficciones de Inés y Sofía inocentes y no tanto, que comparten sucesos
y saltean las diferencias que las unen irremediablemente en una historia común
que conforma sus experiencias en una crónica permanente: en el pasado, la obsesión
del despertar sexual por un tal Juan, un muchacho apuesto y trabajador de la
isla del Tigre y del cual se enamoraron hasta alcanzar altos niveles de
competitividad y voyeurismo mutuo. En el presente caído, como un tiempo muerto
y recauchutado con utilería de lo viejo que ya nadie quiere ni reclama, las
chicas ponen todo su empeño al servicio de la reconstrucción de aquel pasado
común y de los hechos ocurridos entonces: los trajes de baño en las playitas
imaginadas, la memoria emotiva de los recuerdos de la infancia, a veces
inventados, a veces algo certeros, junto a la nota fundamental que caracteriza el
momento actual de los sucesos anteriores: Sofía sigue viva después de 15 años; pero
Inés, no.
Así, desde un presente ficcional-real que recupera
y recrea un museo de la novela eterna de la historia personal de ambas hacia la
reconstrucción de los hechos que condujeron a Inés a perder la vida, las chicas
teatralizan cada vez más el espacio dramático para intentar comprender, contar,
rememorar y revivir junto al público testigo ese momento antiguo de la tragedia,
hoy melancolía de lo que debió ser y no fue: la salvación de una vida y su muerte
concreta; la niñez olvidada en vía oral de recuperación en el más acá desde el
más allá.
Como una improvisación exacta de la
historia que se inventa y que, por eso mismo, no es más que la verdadera y la
única historia posible, el espacio vacío de la sala del Vera Vera se reconfigura
en los poquitos y pequeños objetos presentes que, de tan mínimos, se convierten
en más que suficientes para recrear un mundo escenográfico ya inexistente y
olvidado, pero vuelto real por el
ejercicio de su evocación recurrente en el relato y la actividad de la imaginación;
la propia y la ajena, personajes y personas, actrices y espectadores.
La calidez de las niñas emana por vez
primera hacia el comienzo de los sucesos y logra escapar rápidamente de sus
propios cuerpos. Y entonces no es complicado darse cuenta de que esa esencia
del calor humano, que no se conserva en ellas y que no persiste en su niñez de
sonrisas rotas, tampoco se traslada hasta el público: la calidez fluye hasta
que se posa en el espacio deshabitado que coexiste entre el espectador y las
actrices; una fina línea que nadie ocupa y alrededor de la cual todo y nada se
extienden. Lo verdaderamente cálido de esta sencilla (y por eso preciosa) obra
es el variable aspecto del vacío compartido por todos y habitado por nadie, justo
en ese lugar en el cual presente y pasado se continúan, y que se erige por
fuera de las historias y los relatos, tal como un nido preparado para gestar la
ilusión de un final feliz en una evocación pretérita que lo vuelve imposible.
Una laguna en el escenario acompaña, reposando de calma y como útero madre de
las expectativas y riesgos que asume ese juego de niñas, a veces macabro y a
veces pueril, la tristeza lúdica que rodea este salto al pasado para recorrer
el presente. La obra espera el futuro así, despacito, con la ternura rara que
se percibe en lo cercano de los cuerpos propios, ajenos y lejanos, húmedos de
vivencias y de Bomberos Locos, embarrados de inocencia y cubiertos de mantitas
playeras que la protegen; oscura, como las aguas que rodean las islas del
Tigre, que tanto saben de todo pero que mucho suelen callar cuando se las
interpela.
“Niñas cálidas” de Isabel Sala, Melina
Forlano, Ana Rodríguez. Dirección: Isabel Sala. Con Melina Forlano y Constanza
Viceconte. Diseño sonoro y música: María Laura Cestona. Asistencia técnica: Gonzalo de Otaola. Asistencia de dirección: Lautaro Mackinze. Jueves 20.30 horas. Vera Vera, Vera 108. Buenos Aires. Entrada: $70,
$60.