Por Alejandro Dramis
Una voz doble. Doblegada. Un rostro, aún femenino, se dirige de frente a un público que no es el público. Es un otro, una excusa para el diálogo y las confesiones sordas. O una otredad cualquiera, no importa, que permita al menos romper con la soledad de ese espacio físico y mental en el que la felicidad —guarra, en uno de sus tantos y tontos disfraces— se hace presente por un ratito, a veces; un instantáneo recuerdo que dura lo que una lágrima en tocar el suelo cuando se desprende del ojo morado, y al descender por una pierna gotea contra el piso desde la rodilla dislocada. Un puñado de minutos en la semana, momento en el cual la soledad se desvanece por un breve lapso y la visita de Guzmán, el "Ruliento", se confirma en el sótano junto a ella, junto a Aimé. Y así empieza, recomienza, continúa o se retoma una vez más el relato de esos encuentros.
Una visita esperada, algunas inesperadas que son siempre esperables aunque nunca deseables. Y en el o los relatos, el cuerpo otra vez al frente, despatarrado y roto, ya roto y más roto y no dando más de sí, y con las exigencias de cumplir las expectativas y concretar las experiencias olvidables pero necesarias para un recuerdo, que mantenga el diálogo permanente en la negación del silencio culposo; en las experiencias relatadas a ese y por ese Ruliento omnipresente, y de los también sádicos Rulientos nosotros, el público, el voyeur de la cita, en la escucha cómplice de cada nueva atrocidad vivida por ella, por Aimé. Un temor al silencio, quizá; ese que figura entre las palabras escritas sobre el papel, pero que se suprime en la oralidad cuando se convierte en una vía de comunicación de la desesperación.
Pocas son las veces en que tenemos la suerte de encontrarnos de cara a un teatro que nos muerde por completo y sin pedir permiso. Teatro, que absorbe, absorta, o nos fagocita de un bocado y nos perdona (o nos condena) la vida escupiéndonos nuevamente al mundo. Poquísimas son las situaciones en las cuales presenciamos en una sala de Buenos Aires un cachetazo tan celebrado a la costumbre y al siempre-lo-mismo, con una puesta tan brillante que por minimalista ("menos es más", decía nosequién) se adueña del teatro entero, de las butacas, de los espectadores y de las sonrisitas boludas que afloran una y otra vez para evitar hacernos cargo de los disfraces de Aimé, de los de Ruliento, de los que usan las visitas y de los propios.
El teatro merecedor de tal nombre es aquel que lo devora todo y sin avisar, y yo, y todos los que estaban conmigo en esa función de Trópico del Plata, nos vimos unos a otros en la puerta de la sala cubiertos de saliva hasta el cuello y las orejas, con la satisfacción temeraria y el corazón acelerado ante tanto teatro del bueno; ante tanta genuina expresión del no-sé-qué-ni-cómo-llamarlo pero que te conmueve hasta la médula y abarca también todas las otras partes del cuerpo que no recuerdo y ni me importa recordar cómo se llaman.
"Trópico del Plata" de Rubén Sabadini. Con Laura Nevole. Iluminación: Alejandro Le Roux. Diseño de vestuario: Jam Monti. Diseño sonoro: Nicolas Bari, Matias Niebur. Realización de escenografia: Mariela Iuliano Oper, Julián Villanueva. Entrenamiento corporal: Valeria Tollo. Entrenamiento vocal: Valeria Tollo. Asesoramiento escenográfico: Gabriela A. Fernández. Asistencia de escenario: Juan Lapargo. Asistencia de dirección: Valeria Tollo. Producción: Vera Vera Teatro, Lorena Astudillo. Esta obra ya no está en cartel.