Por Dulcinea Segura
La sala está en penumbras. Los espectadores entran entre murmullos. El suelo de la escena es marrón, como tierra. En el fondo, contra el telón, se adivinan unos troncos. En una esquina, casi completamente a oscuras, alguien de rojo gira lentamente entre las sombras. Se oyen sonidos, como si fuera una prueba de micrófonos.
Desde atrás, un personaje avanza mientras hace sonar un micro que roza o golpea contra su cuerpo. Estos sonidos repercuten en el espacio creando una atmósfera extraña. En medio de ese colchón sonoro comienza un texto, dicho con cierta afectación, tal vez hasta algo vacío de contenido emocional. Un texto que casi es escupido al espectador.
Esta elección de ruptura de la cuarta pared aúna la representación construida desde ese lugar diferenciado que es la escena con la propia presentación del actor que se desdobla de su papel para hacer de sí mismo y de otro, del ‘como si’ teatral.
El personaje se dirige al público, entra en contacto con él y más allá de él, con algún vacío existencial que anida en ese futuro incierto. Lejano y ya presente. Así da inicio una propuesta que amalgama diversas expresiones en una puesta teatral que construye una poética gélida.
¿Será esa la marca del futuro?
Un hombre, otro, luego una mujer. Son tres. Tres soledades que se muestran distantes entre sí, que intercambian palabras y cuerpos. “Ni del todo reales ni del todo humanos”, en palabras de Mayra Bonard, su directora.
La mujer que entra en acción lo hace desde un lugar bastante animal, gutural. Aparece una imagen femenina salvaje, arcaica, que se contonea y emite sonidos no identificables desde la lógica del lenguaje racional.
Se plantea una relación, entre ella y los hombres, un tanto ambigua, donde el dinero juega un papel de compra y venta. Consumo en que el cuerpo femenino es deseado y simultáneamente mercantilizado.
Uno de los intérpretes parece ocupar el lugar de vendedor, como un gigoló. El otro es el deseante, el comprador, el que quiere pagar para conseguir ese cuerpo. La escena remite fácilmente a la prostitución. No está muy claro el tono de denuncia, pero sí incomoda el uso y abuso de género y el trato del cuerpo femenino y su sexualidad, como objetos mercantiles. Se ejerce un grado de violencia sobre la mujer que se vierte sobre el público de forma chocante pero con humor.
¿Será ese el futuro hacia el cual nos dirigimos o al que estamos cayendo por no intervenir con decisión?
El texto suena delirante. El subtexto abre bifurcaciones que no pueden dejar al espectador inmóvil. Es una propuesta que intranquiliza.
Desde el vestuario, los colores que visten los personajes masculinos son unificadores: blanco para uno y rojo para otro. Colores significativos que se prestan a distintas interpretaciones. Rojo sangre, pasión, fuerza, fuego. Blanco vacío, pureza, luz.
Colores que se oponen (o bien podrían completar) el gris de la mujer. Gris ambiguo, tono medio, ni blanco ni negro, ni lo uno ni lo otro. Gris que es transformado, abandonado, transmutado, en piel, en desnudez, en carnalidad descarnada.
Los troncos del fondo son repartidos sobre la escena. Allí construyen un bosque talado, un cuadro desolado, la destrucción de la vida. Una imagen post nuclear.
Luego son apilados a modo de tótem. ¿Cuál es la ofrenda, el rezo, que se eleva a esa deidad, a esa imagen?
Ante esta construcción, el tabú puede verse representado por el cuerpo desnudo de la mujer que camina con ayuda, casi flotando, sobre el resto que ha quedado del intérprete blanco. Este se coloca allí donde el pie de la bailarina va a posarse en un delicado movimiento donde la danza sobra y las palabras no son necesarias. Un cuadro de silencio y contemplación.
La creación deja mucha soledad en un conjunto de imágenes crudas y textos vaciados de contenido pero impregnados de sentido. Se construye así una poética frígida que pinta un mañana duro y frío, desolado, abismal, deshumanizado.
Finalmente, frente a esta nada construida (o a este todo destruido), a este olvido del hombre, de lo que lo hace humano, del amor, de la esencia, se oye el mar de fondo.
Sobre ese horizonte marítimo, la última imagen: un tronco en el que se apoya un micrófono.
Que hable la naturaleza. (Si algo queda de ella).
Dice la autora: “Hay en Futuro un universo extraño, relacionado con la incertidumbre y de ahí el título”
Una puesta en movimiento de preguntas que se disparan al futuro.
“Futuro” de Mayra Bonard. Intérpretes: Damián Malvacio, Rocío Mercado, Emanuel Zaldua. Vestuario: Cecilia Alassia. Espacio escénico: Luciano Stechina. Diseño de luces: Matías Sendón. Realización de arte: Maximiliano Sans. Música original: Sebastián Carreras. Asistencia de escenario: Santiago Defranco. Asistencia general: Luna Sarsale. Producción: Victoria Entel, Marlene Nordlinger. Colaboración artística: Diego Frenkel. Dramaturgista: Juan Pablo Gómez. Última función: 24 de mayo, 22 horas. El Kafka, Lambaré 866. Entrada: $70, $50.