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22 de octubre de 2014

CINE| "Magia a la luz de la luna" de Woody Allen | La geometría del amor


Por Leonardo Maldonado

Desde hace unos cuantos años, los críticos de cine de los periódicos nacionales más importantes y de muchos sitios web dedicados a la cultura y al cine comenzaron a realizar una suerte de clasificación de las películas de Woody Allen. Las dividen en buenas o malas, superiores o inferiores, profundas o livianas, interesantes o flojas. Pocos reflexionan seriamente sobre los distintos aspectos intervinientes que hacen un film: la puesta en escena, la dirección de actores, el vestuario, la dirección de arte, la historia, los diálogos, la musicalización, el género cinematográfico, los signos de autoimplicación. Se ha escrito que Match Point (2005) es mejor que Medianoche en París (2011), que la comedia musical Todos dicen te quiero (1996) es ligera y pasatista en comparación con Manhattan (1979) o con la bergmaniana Interiores (1978), y que con su última producción, Magia a la luz de la luna (2014) perdió el rumbo, o el tino -en fin, el talento- que había recuperado con Blue Jazmine (2013). 

Muchos críticos se quejan de que sus films son excesivamente hablados, ¿pero qué cinta norteamericana no lo es? Cronenberg tiende a hacer lo mismo: pensemos en Un método peligroso (2011) y sobre todo en Cosmópolis (2012). Se lo acusa también de repetir de film en film un personaje neurótico, ¿pero acaso el cine hollywoodense no se maneja con arquetipos? Que ha ido perdiendo originalidad en los argumentos, que sus chistes ya no son graciosos, que no trabaja especialmente la puesta en escena, que el personaje de su alter ego está agotado. De Magia a la luz de la luna varias reseñas hacen hincapié en que el espectador puede anticipar la vuelta de tuerca o prever el final casi desde el comienzo, ¿pero qué espectador no realiza esa operación cognitiva con cualquier film comercial? Como si alguien no pudiera adivinar cómo terminará la próxima Batman

La acción transcurre en 1928. Stanley (Colin Firth), un ilusionista inglés, cortés, frío y racional como todo lord inglés aunque pertenezca a la clase trabajadora, es convocado por un amigo, mago también él, para que desenmascare a una presunta médium, la norteamericana Sophie (Emma Stone), que tiene embelesada con sus supuestos poderes (se conecta con el fallecido pater familias) a una familia aristocrática francesa, en especial al hijo menor y heredero de una cuantiosa fortuna. Stanley acepta el desafío y se traslada a la Costa Azul para enfrentarse a la mujer. Allen dota a sus criaturas de diálogos geniales e ingeniosos en los que contrapone la razón y la fe, lo verdadero y lo falso, la emoción y el pensamiento, lo americano y lo inglés, el mundo tangible y el oculto. A su pesar, y como era de prever, Stanley termina, y aunque no quiera reconocerlo, locamente enamorado de Sophie. 

En medio de las desesperadas damas de honor de Guerra de novias (2009), de los revolcones ATP de los llamados Amigos con beneficios (2011), de la vida conyugal con una mascota en Una pareja de tres (2008), y de la existencia de relaciones Sin compromiso (2011), por la concepción de amor y de embuste que despliega, por los diálogos en los que se reflexiona acerca de las relaciones humanas, en especial del amor (es ejemplar en este sentido el último de ellos, el que Stanley mantiene con su tía), y por el lugar que le otorga al beso de la pareja protagónica, Allen dignifica el género: la comedia romántica. En qué película de este género un personaje masculino le dice al femenino a qué hora del día la luz la hace más fotogénica. Sólo en uno en que se reflexione implícitamente sobre el cine. 

Todo es bello e inocente en Magia a la luz de la luna, titulo naif y atractivo a un tiempo que sitúa al espectador en el género. No falta ni uno solo de los contenidos y de los tópicos de la comedia romántica del mejor cine clásico de Hollywood: el amor exento de deseo, la lluvia que moja y sacude los cuerpos de los enamorados, un cielo estrellado con luna, un casamiento preestablecido por razones estrictamente económicas, una tía que ha fracasado en el amor y que aconseja a las nuevas generaciones de manera especialísima, un baile de etiqueta que termina en desilusión. Como en Medianoche en París, el film está teñido por la nostalgia de una época perdida e irrecuperable. 

Allen ha hecho encuadres de cámara bellísimos, en muchos de los cuales el fondo fuera de foco es insolentemente atractivo: el azul del Mediterráneo o los tonos de verdes de los árboles. Los primeros planos de Firth y de Stone alcanzan una intensidad encantadora: en uno de ellos, la actriz no puede lucir más bella y vulnerable en su vestido amarillo. El director no necesita recurrir a efectos visuales novedosos y espectaculares para impregnar de magia y de estilo al tejido del film: le basta un golpe con los nudillos en una puerta para emocionar al espectador. Los críticos tienen razón: acusemos y enjuiciemos a Woody Allen en una plaza pública: ¡es un verdadero embustero! Pero uno inteligente y radiante: sabe que el cine y el amor son dos áreas sensibles que se prestan para la concreción de los más deliciosos artificios y engaños. 

Magic in the moonlight, Estados Unidos, 2014, 97'.  

12 de junio de 2013

TEATRO | "Humores que matan" de Woody Allen | Infidelidades al infinito


Por Leonardo Maldonado


En Central Park West, tal el nombre original de la pieza, concebida en 1995, Woody Allen no deja de plantear una serie de temas que evidentemente lo obsesionan. Temas que trata y repite inteligentemente en cada una de sus películas; temas-estrella que se han convertido en la marca registrada de sus obras. La infidelidad, el desamor, la incomunicación marital, la indolencia, la frustración, las relaciones de clase, el suicidio y la mediocridad de la vida cotidiana entre otras temáticas no menos desalentadoras, se enmarcan y resumen en un tópico catastrófico al que siempre le imprime un tono patético: el fracaso rotundo de las relaciones humanas en un mundo al que es difícil encontrarle un sentido.  

El disparador de la acción tiene lugar cuando Phyllis (Soledad Silveyra), una célebre psiquiatra reconocida en el ámbito académico, llama desesperada a su tonta amiga Carol (María Valenzuela) no sólo para contarle que Sam (Edgardo Moreira), su marido, la ha dejado por otra mujer sino para investigarla. Si bien no tiene pruebas fehacientes para involucrarla, tan sólo una intuición palpitante, un par de equívocos de Carol, su extraño comportamiento ante algunas preguntas, y dos o tres deducciones le bastan para incriminarla. 

A medida que la acción transcurre, la ironía y el sarcasmo se imponen en los diálogos y el absurdo en las situaciones. ¿O acaso tiene sentido que Phyllis, que dedica su vida a escuchar y encaminar problemas ajenos, los de sus pacientes, no pueda resolver el suyo? ¿Cómo es que desde hace años vive con un hombre con el que apenas mantiene relaciones sexuales y con el que casi no habla? Y lo que es peor aún, ¿por qué siente que su vida, esa vida patética e infeliz que llevaba, se ha derrumbado? 

A diferencia de gran parte de las comedias de enredo donde el humor se genera a partir de situaciones que intentan esconderse (generalmente se trata de infidelidades cometidas por hombres o de malentendidos relativos a la identidad de un personaje) y que por ende terminan complicando a sus protagonistas, Allen apuesta al juego contrario: cada uno de los personajes se hace cargo de sus acciones. Así, Carol y Sam no niegan su aventura. Y para regocijo de Phyllis, Carol no niega haberse enamorado perdidamente de Sam, y él no niega que la haya usado como a otras tantas mujeres. El maníaco depresivo marido de Carol, Howard (interpretado por un Gonzalo Urtizberea camuflado como Woody Allen, piloto y gorro incluidos) y la nueva amante de Sam, Juliet (una poco convincente Juana Schindler), llegan en los momentos menos oportunos para el desarrollo del drama, lo que equivale a decir, en el momento preciso para el avance de la comedia. 

El humor sarcástico de los diálogos, la perspicacia y el patetismo de las situaciones, las insinuaciones de promiscuidad, y la crítica mordaz a la burguesía liberal acomodada logran que la pieza tenga una clara reminiscencia a algunas obras de Oscar Wilde. Probablemente la traducción deje a un lado los giros de lenguaje propios de Allen y que el inglés se permite para el humor, y agregue y exacerbe los insultos para de algún modo acriollar el texto. Las actuaciones de Silveyra y Valenzuela no están exageradas ni afectadas por el tono habitual del culebrón televisivo; transitan sus personajes de modo eficaz y creíble. La escenografía del lujoso piso neoyorkino desobedece las leyes de la física y de la arquitectura en tanto aquí todo se comba: las paredes, el cuadro, la puerta, la biblioteca. Allen sabe bien que no hay existencia posible si la vida no se comba un poquito a veces.

"Humores que matan" de Woody Allen. Versión de Fernando Masllorens y Federico González del Pino. Producida por Javier Faroni. Con: Soledad Silveyra, María Valenzuela, Edgardo Moreira, Gonzalo Urtizberea y Juana Schindler. Actualmente de gira por distintas ciudades del interior del país. 


23 de noviembre de 2011

CINE | "Medianoche en París" de Woody Allen | Arte, amor y nostalgia en una París idealizada

Por Leonardo Maldonado

En el cuento Crear una pequeña flor es trabajo de siglos, Abelardo Castillo dice que “un argentino que no fue a París es una especie de uruguayo”. El éxito de los films de Woody Allen en nuestro país podría generar una analogía semejante: qué argentino no ha visto, disfrutado y debatido en estas tierras algún film del neoyorkino. La atracción (nacional) por su cine es tal que el propio director se ha mostrado sorprendido y ha manifestado recientemente a La Nación su deseo de filmar en Buenos Aires. 

Su última película, Medianoche en París (2011), que se lanza este mes en dvd, está construida a base de una serie trampas paralelas y encastradas, todas fascinantes. Las hay del orden de la estructura (la concepción de arte y de tiempo), del argumento (el modo en que el protagonista vive el tiempo) y también de género (¿no se trata en verdad de una comedia romántica?). Deliciosos engaños que hacen pasar por simple lo que es complejo.



La secuencia que abre la película ha sido acusada de “clip turístico” por no pocos críticos. Sin embargo, no se trata de estampas gratuitas (primera trampa): ellas tienen por función espejar un determinado imaginario social que mitifica a la ciudad y le otorga un lugar único y privilegiado en relación con el arte y el amor (no por casualidad el film se ha convertido en un éxito de taquilla en todo el mundo). Por otro lado, el montaje de las imágenes de la ciudad, que adquiere tono melancólico por el encantador jazz de Sydney Bechet, está relacionado con la estructura del film: ellas van del día a la noche y del sol a la lluvia. 

La tesis del film, que el director rebate con su propia cinta (trampa estructural), asegura que todo tiempo pasado fue mejor tanto para la vida como para el arte. La idealización y la nostalgia por el pasado sintomatizan en el cuerpo de su protagonista y le producen una parálisis creativa: Gil Pender, un guionista de Hollywood harto de escribir argumentos mediocres viaja a París con la idea de inspirarse y terminar su primera novela. Quiere producir una obra artística y no un film insignificante. Ya instalado, cuando suenan las doce campanadas de la medianoche, en el barrio Latino, un viejo automóvil lo fuga en el tiempo y lo traslada a la París de los años veinte. Así, traba relación con artistas de la época: Hemingway, los Fitzgerald, Porter, Buñuel, Picasso, Dalí, Belmonte, Baker. Encuentros que resultan desopilantes a causa de los gags verbales, el choque de la cultura norteamericana con la francesa, las entradas y salidas de las distintas épocas, y las actitudes y miradas de Pender (probablemente la mejor interpretación de Owen Wilson en el cine hasta ahora), que basculan entre la admiración y el desconcierto frente a esos legendarios artistas. 

Así, el juego de trampas comienza a desplegarse. El espectador creerá al principio en los ribetes quiméricos del film y pensará, tal como Pender cuando en el presente encuentre una lavandería en el lugar del bar en el que conversó con Hemingway, que todo es producto de un sueño, de la imaginación, de una borrachera, o a causa de la hipnosis que produce la fantástica ciudad. Sin embargo (nuevas trompes à l’oeil), realidad y fantasía, en vez de desambiguarse, se imbrican aún más: en la decisión de Adriana (la bellísima Marion Cotillard) de desaparecer de su tiempo y mudarse a la Belle Époque (otro tiempo idealizado); en el amor que le confiesa a Pender en un libro que él adquiere en el presente; o en el detective contratado por los padres de Inez (prometida de Gil) que queda atrapado en el Versailles del Estado Absolutista. 

En medio de las mediocridades producidas por Hollywood  –en una escena la madre de Inez comenta que vio un tonto film americano del que ni siquiera recuerda los nombres de las estrellas protagónicas–, Allen demuestra, para rebatir la tesis de su film, que es posible filmar (o que él puede rodar) hoy día, una comedia (romántica) interesante sin huir –por qué habría de hacerlo– de los finales convencionales típicos del género. La torre Eiffel y la lluvia reencantan el cliché del encuentro de la nueva y feliz pareja al tiempo que funcionan como claros signos de autoimplicación que hacen que el espectador comprenda lo siguiente: que ha visto una gran comedia romántica.