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23 de noviembre de 2011

CINE | "Medianoche en París" de Woody Allen | Arte, amor y nostalgia en una París idealizada

Por Leonardo Maldonado

En el cuento Crear una pequeña flor es trabajo de siglos, Abelardo Castillo dice que “un argentino que no fue a París es una especie de uruguayo”. El éxito de los films de Woody Allen en nuestro país podría generar una analogía semejante: qué argentino no ha visto, disfrutado y debatido en estas tierras algún film del neoyorkino. La atracción (nacional) por su cine es tal que el propio director se ha mostrado sorprendido y ha manifestado recientemente a La Nación su deseo de filmar en Buenos Aires. 

Su última película, Medianoche en París (2011), que se lanza este mes en dvd, está construida a base de una serie trampas paralelas y encastradas, todas fascinantes. Las hay del orden de la estructura (la concepción de arte y de tiempo), del argumento (el modo en que el protagonista vive el tiempo) y también de género (¿no se trata en verdad de una comedia romántica?). Deliciosos engaños que hacen pasar por simple lo que es complejo.



La secuencia que abre la película ha sido acusada de “clip turístico” por no pocos críticos. Sin embargo, no se trata de estampas gratuitas (primera trampa): ellas tienen por función espejar un determinado imaginario social que mitifica a la ciudad y le otorga un lugar único y privilegiado en relación con el arte y el amor (no por casualidad el film se ha convertido en un éxito de taquilla en todo el mundo). Por otro lado, el montaje de las imágenes de la ciudad, que adquiere tono melancólico por el encantador jazz de Sydney Bechet, está relacionado con la estructura del film: ellas van del día a la noche y del sol a la lluvia. 

La tesis del film, que el director rebate con su propia cinta (trampa estructural), asegura que todo tiempo pasado fue mejor tanto para la vida como para el arte. La idealización y la nostalgia por el pasado sintomatizan en el cuerpo de su protagonista y le producen una parálisis creativa: Gil Pender, un guionista de Hollywood harto de escribir argumentos mediocres viaja a París con la idea de inspirarse y terminar su primera novela. Quiere producir una obra artística y no un film insignificante. Ya instalado, cuando suenan las doce campanadas de la medianoche, en el barrio Latino, un viejo automóvil lo fuga en el tiempo y lo traslada a la París de los años veinte. Así, traba relación con artistas de la época: Hemingway, los Fitzgerald, Porter, Buñuel, Picasso, Dalí, Belmonte, Baker. Encuentros que resultan desopilantes a causa de los gags verbales, el choque de la cultura norteamericana con la francesa, las entradas y salidas de las distintas épocas, y las actitudes y miradas de Pender (probablemente la mejor interpretación de Owen Wilson en el cine hasta ahora), que basculan entre la admiración y el desconcierto frente a esos legendarios artistas. 

Así, el juego de trampas comienza a desplegarse. El espectador creerá al principio en los ribetes quiméricos del film y pensará, tal como Pender cuando en el presente encuentre una lavandería en el lugar del bar en el que conversó con Hemingway, que todo es producto de un sueño, de la imaginación, de una borrachera, o a causa de la hipnosis que produce la fantástica ciudad. Sin embargo (nuevas trompes à l’oeil), realidad y fantasía, en vez de desambiguarse, se imbrican aún más: en la decisión de Adriana (la bellísima Marion Cotillard) de desaparecer de su tiempo y mudarse a la Belle Époque (otro tiempo idealizado); en el amor que le confiesa a Pender en un libro que él adquiere en el presente; o en el detective contratado por los padres de Inez (prometida de Gil) que queda atrapado en el Versailles del Estado Absolutista. 

En medio de las mediocridades producidas por Hollywood  –en una escena la madre de Inez comenta que vio un tonto film americano del que ni siquiera recuerda los nombres de las estrellas protagónicas–, Allen demuestra, para rebatir la tesis de su film, que es posible filmar (o que él puede rodar) hoy día, una comedia (romántica) interesante sin huir –por qué habría de hacerlo– de los finales convencionales típicos del género. La torre Eiffel y la lluvia reencantan el cliché del encuentro de la nueva y feliz pareja al tiempo que funcionan como claros signos de autoimplicación que hacen que el espectador comprenda lo siguiente: que ha visto una gran comedia romántica.