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14 de octubre de 2014

VINTAGE * | CINE | "La Terraza" (1963) de Leopoldo Torre Nilsson

Bronceados, aburridos


Por Eugenia Guevara

Unos jóvenes de alta sociedad que viven en un edificio de Recoleta, en cuya terraza hay una pileta de natación, deciden tomar ese espacio porque están aburridos y no saben qué hacer, además de lo que suelen hacer (jugar, hacer bromas pesadas, beber, seducir, fumar, andar en auto, maltratar). 

Llegan a la terraza para tener una fiesta: unos son estudiantes de Derecho, y ahí arriba se encuentran con dos chicas más, tomando sol y calentando su apatía. Beben, bailan, tocan instrumentos, se acarician, se besan, se engañan, juegan, se tiran a la pileta. La nada en versión porteña aristocrática. Como molestan a un vecino que cae con su máquina de escribir y se sienta, inoportuno, en medio del festejo, sus padres, parientes, adultos, quieren coartarles la diversión. Y es ahí cuando los jóvenes amenazan: "si nos sacan, nos tiramos". La comitiva de padres retrocede y decide dejarlos, en definitiva, ya saben que la abulia tratada con fiesta tiene fecha de vencimiento. Pero los muchachos siguen de parranda. Se hace de noche y se turnan parados al filo del abismo, para tirarse en caso de que los vengan a buscar. Pero como sus vidas valen, son respetados.

Mientras tanto está Belita, la nieta del portero, y su amigo de la calle, que trabaja para un teatro de revista. Belita es la sirvienta tácita de todo el edificio y su amiguito que, por casualidad se queda dormido en la terraza, se convertirá en el payaso que los grandulones necesitan para llenar de risas algunos momentos de su estadía allí arriba. Pero nada es suficiente. Cerca del final, un cura les habla con un megáfono desde un helicóptero para que desistan de su acto rebelde. La comitiva trajeada de padres llega hasta la terraza otra vez. Los chicos ya están cansados y ¡aburridos! de la terraza y están por darse por vencidos, pero ahí salta el hermoso Leonardo Favio, y amenaza otra vez, ya no con tirarse él, sino con tirar a Belita, que por metida y curiosa está entre ellos. Esta vez, a nadie le importa, y uno de los padres avanza. Y Favio la tira. Sí, la tira. Si quieren saber más: hay que ver La terraza. Y no sólo por eso.

También porque es emocionante verlos tan hermosos: a Graciela Borges, a Dora Baret, a Favio, a Enrique Liporace, a Marcela López Rey, a Héctor Pellegrini y porque la película es buenísima, una muestra cabal de la producción de Leopoldo Torre Nilsson, un gran autor y figura clave, fundamental, en el surgimiento del cine moderno argentino. 

* Esta sección rescata el material que fue publicado en www.ruletachina.com, de 2007 a 2010, y que por ahora no existe en ningún otro lugar de la red. 

5 de noviembre de 2012

CINE | "Juan Moreira" de Leonardo Favio (1973) | Montaje Tape



Por Cecilia Perna *

Fueron quizá los años 80 los que nos terminaron de hacer esta porquería en la cabeza: asimilar un ritmo de montaje a un género. La suave lentitud acompañada de dulce banda sonora de las pelis de Julia Roberts o los rápidos vaivenes de un musculoso Bruce Willis, al compás furioso de la percusión. ¡Y cómo adora el cerebro ese constante “más de lo mismo”! Ese ritmo que trae al cuerpo llanto o adrenalina, solito no más, por el ritmo en sí, más allá de la historia o de los personajes, que siempre son los mismos, en definitiva. Amar a Hollywood es amar la tranquila repetición de lo igual, en una tarde de sábado perdida. Películas digeribles, alimento prefabricado. Una delicia algo inútil.

Después están los bailes. El tango, por ejemplo. Una se aprende más o menos un lenguaje, se sienta en el borde de la silla, y con los ojos bien abiertos, espera la invitación de un cuerpo para salir a la pista. Garantizado: todos los ritmos van a ser diferentes. Es más, el ritmo, aún encajadísimo en la banda sonora, no parte del género, si no más bien del cuerpo del personaje, del personaje ese con el que estás bailando. Y hay en las pistas un personaje que hace esto: te lleva despacito, despacito, muy, casi caminado, sin más. Un ocho por ahí, un medio giro. A veces te conversa una palabra, pero si se calla mejor, porque bailando no se habla con la boca. Vos pensás: “uf este tipo, nada…”, parece que vas a morirte de desencanto en la espera, y, de golpe, ¡paf! estás girando a lo loco, pisando acá y allá y contorneando la cintura como si de esquivar puñalazos se tratara. Y entonces, sin entender bien por qué, viene de vuelta la calma. Pero el corazón late fuerte y la cabeza está en total cortocircuito. ¿Qué pasó? Entonces se agradece la caminata fácil, el ochito cortado y medio giro para poner en orden todo ese caos repentino.

Exactamente así, se mueve Favio en Juan Moreira. Porque rescata del fondo de su personaje el ritmo de su cuerpo y lo traslada, vía el montaje, a toda la película. Inventa un montaje tape. Reconstruye el ritmo sigiloso y violento del tape (el tape Moreira, aunque tenga allí esos exóticos ojos azules) poniéndonos a todos a bailar, de golpe sobre el borde de la silla. Ni el melifluo sabor del folletín, ni el filoso vaivén de los facones, permiten encerrar la película en un género de ritmo predestinado. Y aunque todos conocemos el final de la historia, el destino allí no existe porque se construye constantemente en el ritmo impredecible del montaje, en ese proceso que de la lentitud de la nada, nos sacude el cuerpo con violencia y nos deja pensado, caóticamente, qué fue lo que pasó en la mitad de todo.

Es ese proceso el que te deja el deseo desatado de aprenderse un ritmo y querer seguir bailando con la misma persona. Para mí, Favio.

* Esta reseña fue publicada originalmente en ruletachina.com. Fue la única que escribimos sobre una película del gran Leonardo Favio (1938-2012).