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7 de enero de 2015

LETRAS | Acerca de la EDICIÓN 4 | A la hoguera


Por Mauricio Bertuzzi

En la París de 1534, una serie de pasquines contra Francisco I desata en octubre una brutal represión contra libreros e impresores; y se recompensa con 100 escudos a quien señale y revele el nombre de los colocadores de los pasquines. Así, el 10 de noviembre es quemado en la plaza un tipógrafo que había impreso y encuadernado libros falsos de Lutero; el 19 le toca el turno a un librero; el 24 de diciembre sube a la hoguera un impresor reincidente; y el 21 de enero de 1535, seis herejes son quemados en un pira encendida con libros encontrados en su domicilio. Previamente, el monarca prohíbe la impresión de cualquier libro en todo el reino.

Menos glamour que en París, hace unos años hubo que reasignar espacios en la Universidad Nacional de Córdoba y dos grandes depósitos de libros fueron el festín de los carreros que recorrían diariamente Ciudad universitaria. El acto depurador no se sirvió del fuego y, hasta ahora, no quedó documentado en ninguna novela.

En la Argentina hay una extensa tradición de quema de libros. Boris Spivacow, director y fundador de Eudeba y del Centro Editor de América Latina sufrió la quema de más de un millón de libros durante la dictadura argentina. Y digo sufrió porque “el vínculo de Boris con los libros era absoluto”.

Pero no hay registros de editores o imprenteros llevados a la hoguera. De todos modos, “La represión llevada a cabo no sólo afectó a las empresas productoras y distribuidoras de libros (sospechados de "subversión") sino que se materializó en desapariciones y asesinatos de las personas que significaran una "amenaza" para el proyecto dictatorial. Alberto Burnichon, Carlos Pérez, Héctor Fernández, Horacio González, Isabel Valencia, Roberto Santoro, Enrique Alberto Colomer, Claudio Ferrari, Maurice Geger, Silvia Lima, Conrado Guillermo Cerreti, Enrique Walker, Daniel Luaces, Graciela Mellibovsky, Pirí Lugones, Héctor Abrales, Diana Guerrero e Ignacio Ikonicof…”, dice Mauricio Bachetti.

En el prólogo a la edición de Farenheit 451, Ray Bradbury cuenta un cuento: “No mucho después de Bonfire escribí un cuento más imaginativo, pienso, sobre el futuro próximo, Bright Phoenix: el patriota fanático local amenaza al bibliotecario del pueblo a propósito de unos cuantos miles de libros condenados a la hoguera. Cuando los incendiarios llegan para rociar los volúmenes con kerosén, el bibliotecario los invita a entrar, y en lugar de defenderse, utiliza contra ellos armas bastante sutiles y absolutamente obvias. Mientras recorremos la biblioteca y encontramos a los lectores que la habitan, se hace evidente que detrás de los ojos y entre las orejas de todos hay más de lo que podría imaginarse. Mientras quema los libros en el césped del jardín de la biblioteca, el Censor Jefe toma café con el bibliotecario del pueblo y habla con un camarero del bar de enfrente, que viene trayendo una jarra de humeante café.

—Hola, Keats —dije.

—Tiempo de brumas y frustración madura —dijo el camarero.

—¿Keats? —dijo el Censor Jefe —. ¡No se llama Keats!

—Estúpido —dije —. Éste es un restaurante griego. ¿No es así, Platón? El camarero volvió a llenarme la taza.

—El pueblo tiene siempre algún campeón, a quien enaltece por encima de todo... Ésta y no otra es la raíz de la que nace un tirano; al principio es un protector. Y más tarde, al salir del restaurante, Barnes tropezó con un anciano que casi cayó al suelo. Lo agarré del brazo.

—Profesor Einstein —dije yo.

—Señor Shakespeare —dijo él.

Y cuando la biblioteca cierra y un hombre alto sale de allí, digo:
—Buenas noches, señor Lincoln...

Y él contesta:
—Cuatro docenas y siete años...

El fanático incendiario de libros se da cuenta entonces de que todo el pueblo ha escondido los libros memorizándolos. ¡Hay libros por todas partes, escondidos en la cabeza de la gente! El hombre se vuelve loco, y la historia termina".

5 de enero de 2015

LETRAS | Acerca de la EDICIÓN 3 | Una voz tenebrosa, temible y oscura

Por Mauricio Bertuzzi

Jacobo Fijman es un poeta maldito que, en la Buenos Aires de mediados de siglo pasado estuvo 28 años en un psiquiátrico sometido a electroshocks y otras prácticas “normalizadoras”. En la obra de teatro Molino rojo o un camino alto y desierto, Alejandro Finzi sitúa al poeta en el hospicio, donde ha recalado, detenido por la autoridad.

El acta de detención de Fijman destaca entre sus pertenencias: “77 libros de distintos formatos en encuadernación rústica y 9 libros en encuadernación especial, de distintos temas”.

En el “loquero”, entre enfermeras, médicos y quijotes, “entre la oscuridad y el silencio” en el que se perciben las voces “siniestras y desenfrenadas” de los habitantes del hospicio, “la tenebrosa palabra del editor”, una voz en off omnipresente, organizadora del relato, interrumpe el griterío.

La voz del editor es “tenebrosa, temible y oscura”, agónica y espantosa, y reclama los originales de un futuro libro de poemas que Fijman esconde entre sus ropas a lo largo de la obra. Trata de convencer al poeta:

“Fijman, por favor, no trate de esconder los originales. Es completamente inútil (…) Ahora he venido a llevármelos a la imprenta (…) Sólo sus manuscritos. Démelos. Usted ya sabe. ¿Imagina, acaso, la distribución que vamos a hacer de la obra? Nadie, nunca, soñó semejante distribución para su libro. Nuestra organización, estimado Fijman, es la más completa, la más vasta, inconmensurable, eficaz. La organización más perfecta de promoción y difusión a la que un poeta puede aspirar.”

“¿Sus otros libros? –sigue la voz del editor- ¿Quién se acuerda de ellos?: simples tiradas de 500 ejemplares, pagados por usted, con puchos de dinero que guardaba de esos trabajos miserables que conseguía ocasionalmente, o esos trabajos de maestro de francés, cuando deambulaba por las escuelas enseñando lo que podía, juntando monedas para pagar página por página de ediciones que nadie leyó nunca, que no interesaron a nadie.”

“Aquí lo que interesa es lanzarlo a usted como el gran poeta, el gran desconocido poeta al que nadie, jamás, comprendió”. 

“Entonces aparezco yo, el editor, el único capaz de descubrir un talento injusta pero irremediablemente olvidado”. 

Así, el editor, en la obra prologa y cuenta la vida de Fijman sin obedecer los pedidos de silencio del poeta.

En la obra teatral no se devela si el libro es finalmente editado.

Un libro que resiste el paso del tiempo a través de resistibles e irresistibles ediciones es Las flores del mal, de Charles Baudelaire. Su primer editor es Auguste Poulet-Malassis, famoso impresor parisino. Esta obra poética y la novela Madame Bovary de Gustave Flaubert son juzgados en 1857 por ultraje a la moral y a las buenas costumbres.

Es la época en que, paradójicamente, todas las librerías comienzan a tener vidrieras, para exhibir la mercancía.

Charles Baudelaire pierde el juicio y se pasa la vida tratando de aclarar que su libro, aunque hubiera sido condenado por inmoral, es “profundamente moral”.

Poulet-Malassis es un claro ejemplo que refleja el oportunismo comercial que debe tener un editor: comercializa en la capital francesa una edición del libro censurado y sigue vendiendo “al resto del mundo” la edición íntegra de Las flores del mal al doble del precio original.


26 de diciembre de 2014

LETRAS | Acerca de la EDICIÓN 2 | Mostrar culo y calzón

Por Mauricio Bertuzzi

En la novela Memorias impuras, de Liliana Bodoc (Suma de letras) el cronista establece una peculiar relación con quien va a ser su suegro cuando decide escribir un “relato minucioso y verdadero sobre las revoluciones que estremecieron al Virreinato”. Alquila un cuarto en una posada y se dedica a “escribir, escribir...”

El tabernero del libro en poco tiempo se convierte en suegro, abuelo y editor: “Todo comenzó por el interés que manifestó por ellas (las crónicas) un huésped de cierto lustre que (...) se alojó un tiempo en nuestra posada. (...) Los conceptos de aquel ilustre huésped acerca de mi trabajo modificaron de manera evidente el trato que el tabernero me dispensaba. Durante días me sirvió dos cucharones de salsa, y llenó mi copa con su mejor vino todas las veces que yo la vaciaba.”

Comienza a interesarse, así, por la marcha del futuro libro, “y no porque le interesaran minucias escabrosas. Su única pasión eran las monedas... Lo movía el deseo de que escribiera yo un libro que pudiera venderse junto con el pan y el queso”.

Una tarde se produce la siguiente discusión:

“-¡Cuenta! Sigue contando. No seas remolón, muchacho.

-No es por vagancia que omito contar algunas cosas. Es por determinación de cronista, y por razones que me impone la poesía.

-¡Déjate de tonterías! Eres un joven inteligente. Piensa en el futuro de tu hija y escribe algo que la gente ansíe leer. ¡Una fornicación bien contada...! Eso será inolvidable.

-Por mucho que insista, no avanzaré en estos asuntos –dije.

Entonces mi suegro perdió el control sobre su fingida tolerancia.

-¿Qué estúpidas ideas tienes en tu cabeza? ¿Piensas desperdiciar la oportunidad de ganar el bienestar de mi hija y de mi nieta? ¿Y entonces que...? Entonces vivirás a mis costillas, escribiendo filosofías que nadie querrá leer”.

La discusión sube de tono y el “editor” sentencia a los gritos: “¡Escucha tú! Los filósofos han muerto. Y para tu información, la mayoría murió de hambre. Si quieres seguir escribiendo durante horas a costa de mi taberna, tendrás que empezar a hacerlo con menos ínfulas y con mayor acierto”.

“Algo más –mi suegro subía de color-: tú, que tanto dices, eres igual a esa tal Junia. ¿Por qué muestras el nacimiento del culo y después te subes el calzón? Si vas a contar algo, cuéntalo hasta el final. Y si no, te callas y vas a la cocina desplumar gansos para la cena”.

Más adelante, el posadero propone un ardid publicitario: 

“Deja así tus crónicas, muy seriotas; y a la vez echa a andar el rumor de otras páginas escritas por un sucio escritor que se dedicó a narrar lo que tú jamás habrías contado”.

El escritor reflexiona: “Yo amo la libertad tanto como tú la amabas, abuelo. Y si estoy en esta posada escribiendo mis crónicas bajo la luz ambigua de la invención es porque creo en ella. Creo en la gracia del cuento para decir la verdad”.

Sobre la verdad, Umberto Eco, otro novelista que gusta de relatar los entredichos entre autores y editores, no se fía de los autores, “que a menudo mienten”. Le cree sólo a los textos.

En Entre mentira e ironía aborda estos temas en cuatro ensayos sobre Alessandro di Cagliostro, Piero Manzoni, Achille Campanile y Hugo Pratt.

En el ensayo sobre Cagliostro critica por “credulidad indiscriminada” a quienes usan un testimonio o una fuente de información cuando otros la usan, independientemente de si es o no fidedigna/o. Esta crítica a los intelectuales, bien los acerca a los medios de comunicación, que todos los días hacen eso en el tratamiento de la noticia. Puede sonar exagerado pero en esto, periodistas, historiadores y vecinos actúan igual.

En el trabajo sobre Manzoni vuelve sobre el tema del lenguaje, afirmando que el lenguaje verbal es insuficiente para dar cuenta de la realidad, o se usa explícitamente y con malicia para enmascararla. (…) Esto es posible porque el lenguaje es engañoso por su propia naturaleza”.

También afirma que “lo más normal es que en la novela el lenguaje esté lleno de viento, si no de mentira”.

Pero estamos hablando de editores, que no tienen nada que ver con la verdad.

16 de diciembre de 2014

LETRAS | Acerca de la EDICIÓN 1 | Los hijos del Diablo


Por Mauricio Bertuzzi
desde Neuquén

La relación entre escritores, imprenteros y editores siempre fue complicada y no exenta de antológicas peleas. En su paso por Neuquén, Rafael Bielsa se molestó porque el editor cercenó cuatrocientas páginas de su primera novela. Y Goethe afirmó: “Todos los editores son hijos del diablo. Para ellos tiene que haber un infierno especial.”

En esta primera parte, narro algunas vicisitudes de este matrimonio por conveniencia que se reflejan en una novela histórica.

La tarea del editor no suele ser cronicada ni narrada regularmente. Aunque hay libros que reflejan en su trama los avatares de sus personajes en su encuentro con los antiguamente llamados “cagatintas”. Y generalmente, estos últimos no salen “bien parados”. Se cuenta que el poeta y periodista Thomas Campbell, en una velada literaria a principios del siglo XIX, brindó por Napoleón y causó un gran revuelo. Bonaparte era un tirano y un enemigo de su país, y Campbell al darse cuenta de su equívoco explicó: “¡Pero señores! Él una vez fusiló a un editor”.
Desde el año 2010 realizo un programa radial sobre libros que se llama Ladrones de tinta. Una novela histórica de Alfonso Mateo-Sagasta (publicada por Ediciones B) lleva ese nombre. En ella, el protagonista, Isidoro Montemayor, busca un tal Alonso Fernández de Avellaneda, escritor de la segunda parte de El Quijote, a pedido de su jefe, quien había editado la primera parte y veía perder su negocio con el libro. Francisco Robles, también librero y regente de un garito donde se juega y come de manera ilegal, se enoja:

“-¡De mi no se ríe nadie! (…) Necesito que lo encuentres. Quiero que te enteres dónde vive, con quien duerme, qué come y cuando caga. Lo quiero saber todo de ese desgraciado. Todo”.

Y a la vista del encargo y del dinero adelantado, la búsqueda no tiene otra finalidad que una “nueva” desaparición.

Isidoro, protagonista y narrador en el libro, dice sobre su trabajo: “hasta hace poco regenteaba el garito propiedad de don Francisco de Robles, librero del rey y hombre de muchos y variados negocios… y además me sacaba unos extras corrigiendo pruebas de imprenta y redactando gacetillas…”

Como buen conocedor de su oficio, afirma: “Me gusta el olor del papel y de la tinta, ácido y dulce, el aroma que expele un libro nuevo al hojearlo. Por eso no deja de asombrarme que proceda de una cueva como son la mayoría de las imprentas”.

La novela está ambientada en el Madrid del Siglo de Oro. Una época donde se escribe, se lee y se bebe en los bodegones.

Discutiendo en la mesa de un bar sobre los errores de la primera parte de El Quijote, Don José de Valdivielso, capellán del arzobispo de Toledo argumenta:

“Una pequeña distracción (…) Pienso que Don Miguel cambió de sitio los capítulos que tratan de la historia de Crisóstomo y Marcela, no sé si se acuerdan ustedes, una historia bien triste, y al hacerlo alteró el hilo narrativo anterior y causó el problema del rucio”.

Y explica: “Un lapsus razonable que, por otra parte, a lo mejor no hay que achacar al autor. (…) El impresor también puede tener responsabilidad en eso".

La trama va desnudando la verdad del asunto: el libro cuenta con un editor falso, con una licencia de impresión falsa, y hasta con un autor falso. “Los libreros son gentuza de la peor calaña que viven de exprimir a los escritores, de engañarlos, cualquier cosa que les pase les está bien empleado”, reflexiona.

Posteriormente, Isidoro sostiene con Lope de Vega el siguiente diálogo:

-Tengo entendido que a usted le disgusta que otros editen sus obras en su nombre.

-Creo que es asunto distinto. En mi caso un editor sin escrúpulos edita con mi nombre obras teóricamente mías pero que han sido tan alteradas que apenas conservan cuatro versos del original. Y además niega mi derecho a cobrar por ello.

-¿No cobra nada como autor?

-Nada. En cuanto se vende una obra a un comediante pasa a ser de su propiedad, y él la puede alterar, copiar, vender o hasta quemar si ése es su gusto. Al final las venden a los libreros y éstos las editan como les viene en gana.