Por Mauricio Bertuzzi
En la novela Memorias impuras, de Liliana Bodoc (Suma de letras) el cronista establece una peculiar relación con quien va a ser su suegro cuando decide escribir un “relato minucioso y verdadero sobre las revoluciones que estremecieron al Virreinato”. Alquila un cuarto en una posada y se dedica a “escribir, escribir...”
El tabernero del libro en poco tiempo se convierte en suegro, abuelo y editor: “Todo comenzó por el interés que manifestó por ellas (las crónicas) un huésped de cierto lustre que (...) se alojó un tiempo en nuestra posada. (...) Los conceptos de aquel ilustre huésped acerca de mi trabajo modificaron de manera evidente el trato que el tabernero me dispensaba. Durante días me sirvió dos cucharones de salsa, y llenó mi copa con su mejor vino todas las veces que yo la vaciaba.”
Comienza a interesarse, así, por la marcha del futuro libro, “y no porque le interesaran minucias escabrosas. Su única pasión eran las monedas... Lo movía el deseo de que escribiera yo un libro que pudiera venderse junto con el pan y el queso”.
Una tarde se produce la siguiente discusión:
“-¡Cuenta! Sigue contando. No seas remolón, muchacho.
-No es por vagancia que omito contar algunas cosas. Es por determinación de cronista, y por razones que me impone la poesía.
-¡Déjate de tonterías! Eres un joven inteligente. Piensa en el futuro de tu hija y escribe algo que la gente ansíe leer. ¡Una fornicación bien contada...! Eso será inolvidable.
-Por mucho que insista, no avanzaré en estos asuntos –dije.
Entonces mi suegro perdió el control sobre su fingida tolerancia.
-¿Qué estúpidas ideas tienes en tu cabeza? ¿Piensas desperdiciar la oportunidad de ganar el bienestar de mi hija y de mi nieta? ¿Y entonces que...? Entonces vivirás a mis costillas, escribiendo filosofías que nadie querrá leer”.
La discusión sube de tono y el “editor” sentencia a los gritos: “¡Escucha tú! Los filósofos han muerto. Y para tu información, la mayoría murió de hambre. Si quieres seguir escribiendo durante horas a costa de mi taberna, tendrás que empezar a hacerlo con menos ínfulas y con mayor acierto”.
“Algo más –mi suegro subía de color-: tú, que tanto dices, eres igual a esa tal Junia. ¿Por qué muestras el nacimiento del culo y después te subes el calzón? Si vas a contar algo, cuéntalo hasta el final. Y si no, te callas y vas a la cocina desplumar gansos para la cena”.
Más adelante, el posadero propone un ardid publicitario:
“Deja así tus crónicas, muy seriotas; y a la vez echa a andar el rumor de otras páginas escritas por un sucio escritor que se dedicó a narrar lo que tú jamás habrías contado”.
El escritor reflexiona: “Yo amo la libertad tanto como tú la amabas, abuelo. Y si estoy en esta posada escribiendo mis crónicas bajo la luz ambigua de la invención es porque creo en ella. Creo en la gracia del cuento para decir la verdad”.
Sobre la verdad, Umberto Eco, otro novelista que gusta de relatar los entredichos entre autores y editores, no se fía de los autores, “que a menudo mienten”. Le cree sólo a los textos.
En Entre mentira e ironía aborda estos temas en cuatro ensayos sobre Alessandro di Cagliostro, Piero Manzoni, Achille Campanile y Hugo Pratt.
En el ensayo sobre Cagliostro critica por “credulidad indiscriminada” a quienes usan un testimonio o una fuente de información cuando otros la usan, independientemente de si es o no fidedigna/o. Esta crítica a los intelectuales, bien los acerca a los medios de comunicación, que todos los días hacen eso en el tratamiento de la noticia. Puede sonar exagerado pero en esto, periodistas, historiadores y vecinos actúan igual.
En el trabajo sobre Manzoni vuelve sobre el tema del lenguaje, afirmando que el lenguaje verbal es insuficiente para dar cuenta de la realidad, o se usa explícitamente y con malicia para enmascararla. (…) Esto es posible porque el lenguaje es engañoso por su propia naturaleza”.
También afirma que “lo más normal es que en la novela el lenguaje esté lleno de viento, si no de mentira”.
Pero estamos hablando de editores, que no tienen nada que ver con la verdad.
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