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16 de diciembre de 2014

LETRAS | Acerca de la EDICIÓN 1 | Los hijos del Diablo


Por Mauricio Bertuzzi
desde Neuquén

La relación entre escritores, imprenteros y editores siempre fue complicada y no exenta de antológicas peleas. En su paso por Neuquén, Rafael Bielsa se molestó porque el editor cercenó cuatrocientas páginas de su primera novela. Y Goethe afirmó: “Todos los editores son hijos del diablo. Para ellos tiene que haber un infierno especial.”

En esta primera parte, narro algunas vicisitudes de este matrimonio por conveniencia que se reflejan en una novela histórica.

La tarea del editor no suele ser cronicada ni narrada regularmente. Aunque hay libros que reflejan en su trama los avatares de sus personajes en su encuentro con los antiguamente llamados “cagatintas”. Y generalmente, estos últimos no salen “bien parados”. Se cuenta que el poeta y periodista Thomas Campbell, en una velada literaria a principios del siglo XIX, brindó por Napoleón y causó un gran revuelo. Bonaparte era un tirano y un enemigo de su país, y Campbell al darse cuenta de su equívoco explicó: “¡Pero señores! Él una vez fusiló a un editor”.
Desde el año 2010 realizo un programa radial sobre libros que se llama Ladrones de tinta. Una novela histórica de Alfonso Mateo-Sagasta (publicada por Ediciones B) lleva ese nombre. En ella, el protagonista, Isidoro Montemayor, busca un tal Alonso Fernández de Avellaneda, escritor de la segunda parte de El Quijote, a pedido de su jefe, quien había editado la primera parte y veía perder su negocio con el libro. Francisco Robles, también librero y regente de un garito donde se juega y come de manera ilegal, se enoja:

“-¡De mi no se ríe nadie! (…) Necesito que lo encuentres. Quiero que te enteres dónde vive, con quien duerme, qué come y cuando caga. Lo quiero saber todo de ese desgraciado. Todo”.

Y a la vista del encargo y del dinero adelantado, la búsqueda no tiene otra finalidad que una “nueva” desaparición.

Isidoro, protagonista y narrador en el libro, dice sobre su trabajo: “hasta hace poco regenteaba el garito propiedad de don Francisco de Robles, librero del rey y hombre de muchos y variados negocios… y además me sacaba unos extras corrigiendo pruebas de imprenta y redactando gacetillas…”

Como buen conocedor de su oficio, afirma: “Me gusta el olor del papel y de la tinta, ácido y dulce, el aroma que expele un libro nuevo al hojearlo. Por eso no deja de asombrarme que proceda de una cueva como son la mayoría de las imprentas”.

La novela está ambientada en el Madrid del Siglo de Oro. Una época donde se escribe, se lee y se bebe en los bodegones.

Discutiendo en la mesa de un bar sobre los errores de la primera parte de El Quijote, Don José de Valdivielso, capellán del arzobispo de Toledo argumenta:

“Una pequeña distracción (…) Pienso que Don Miguel cambió de sitio los capítulos que tratan de la historia de Crisóstomo y Marcela, no sé si se acuerdan ustedes, una historia bien triste, y al hacerlo alteró el hilo narrativo anterior y causó el problema del rucio”.

Y explica: “Un lapsus razonable que, por otra parte, a lo mejor no hay que achacar al autor. (…) El impresor también puede tener responsabilidad en eso".

La trama va desnudando la verdad del asunto: el libro cuenta con un editor falso, con una licencia de impresión falsa, y hasta con un autor falso. “Los libreros son gentuza de la peor calaña que viven de exprimir a los escritores, de engañarlos, cualquier cosa que les pase les está bien empleado”, reflexiona.

Posteriormente, Isidoro sostiene con Lope de Vega el siguiente diálogo:

-Tengo entendido que a usted le disgusta que otros editen sus obras en su nombre.

-Creo que es asunto distinto. En mi caso un editor sin escrúpulos edita con mi nombre obras teóricamente mías pero que han sido tan alteradas que apenas conservan cuatro versos del original. Y además niega mi derecho a cobrar por ello.

-¿No cobra nada como autor?

-Nada. En cuanto se vende una obra a un comediante pasa a ser de su propiedad, y él la puede alterar, copiar, vender o hasta quemar si ése es su gusto. Al final las venden a los libreros y éstos las editan como les viene en gana.