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8 de agosto de 2014

TEATRO | "Novecento" dirigida por Javier Daulte | La leyenda del espacio


Por Luis Ángel Gonzo

Desde que no hay territorio sin ruta, calle, camino, ni olas ni nubes sin perímetros gentilicios (“el cielo de Calcuta”, “el mar argentino”),  la realidad -si la hay- es que las cosas, los fenómenos, las vidas, su etcétera sin fondo de palabras, remiten siempre a un espacio (posesión, pertenencia imaginaria). Documentos, pasaportes, partidas, certificados, datos, registros, declaraciones, fotos, huellas; etiquetas de ciudadano, inmigrante, extranjero, descendiente, todas sus cartas-de-invitación-pase-libre a la administración de las pulsaciones demarcan esos límites, esas fronteras. Qué, cuándo, cómo, dónde. En esos pronombres, ¿será lo mismo nombrar una vida que decirla? ¿Decirla que narrarla? ¿Habrá orden de prioridad para eso? No parece.

¿Y si alguien no tiene documentos, ni certificado de nacimiento, ni más datos ni registros que los de la oralidad del entorno? Habrá marcas. ¿Y si no hay padres? Habrá padrastros, criadores, tutores. ¿Y si no? Habrá un lugar, unas personas. 

¿Y si ese lugar no pertenece a ninguna parte? 

El agua (océano mar).

El aire (cielo).

Cierto: hasta las olas y las nubes -hoy- respetan las jurisdicciones nacionales, el Estado-nación estará en crisis ideológica pero sus carnets, barreras e injerencias se multiplican, y hasta esas porciones de planeta de cruce (consulados, fronteras) y esos rincones llamados “internacionales” (Antártida, océanos) son lo que son a partir de acuerdos entre naciones. 

Cierto, también: hoy es difícil escapar al registro. ¿Nacimiento en avión o barco? Habrá médicos a bordo, al llegar a destino comenzarán los trámites: no se puede andar por ahí sin la ley tatuada. Hasta los cambios de nombre y aspecto tienen su expediente, su carpeta, su foto autografiada.

Por supuesto, no siempre fue así. El presente aséptico camina sobre siglos de cuerpos sin nombre. Hace cien años (menos también), todas las preguntas precedentes hubiesen admitido un sí por respuesta. ¿Ejemplos? Apellidos cambiados, identidades truncas, fugas sin desenlace, cortes y recomienzos, uno diría: se hablaba menos. ¿Historias? Hay una que da vuelta reversible a los conceptos territoriales que cobijan nuestra intemperie: Novecento. La leyenda del pianista en el océano, escrita por Alessandro Baricco y dirigida por Javier Daulte

Novecento, novecientos, 1900, hace cien años. Leyenda, en off del registro histórico. Pianista, música, cifrado lenguaje transparente. Océano, no-lugar, movilidad profunda. Entonces, la pregunta: sin tierra, ¿hay espacio? ¿De qué tipo? ¿Y pertenencia? ¿Habrá? 

Novecento es un personaje que, antes de ser Novecento, es un niño nacido, según lo que se cree, en tercera clase, pero aparecido en primera, a principios del siglo XX, a bordo del Virginia, un transatlántico que va de Europa a América y de América a Europa llevando inmigrantes, mercaderías.... Quien lo encuentra (un marinero) le da su nombre y el del siglo. La historia de este singular ser humano que nunca en su vida pisó la tierra -porque nunca en su vida bajó del barco- nos la cuenta su único y mejor amigo, un trompetista que coincide con él a bordo del Virginia, comparte algunos años y los transmite en su monólogo superpoblado. ¿Cómo? Es que hay transatlántico, océano, pianista, trompetista, tripulación, clases altas, clases bajas, cuentos, anécdotas, debates... ¿Y el elenco? Un actor, Darío Grandinetti, cuya versatilidad y, justamente, manejo del espacio -del escenario y sus mundos posibles- es magistral; toda una lección de brío y técnica expresiva que va de menos a más (los primeros minutos corren -creo- como sin brújulas, el protagonista parece evocar recuerdos y revivirlos con un tono que vacila entre el de la época del relato y su narrador y otro tono algo aporteñado, cristalizado, que por fortuna se desvanece en un par de chistes -en el libro en italiano, y en su traducción al español, efectivamente se habla en una especie de argot que, tal vez, en la traducción al porteño genera el efecto de desorientación: un personaje trompetista de Nueva Orleans que habla como un porteño de cafetín.., esa lengua muerta de lugares hoy comunes, hasta que el tono baja y se encausa, como las aguas, y entonces uno entra en la historia, en sus vaivenes y episodios). Escenario, elementos: una cubierta de madera, una soga, un saco, las luces. Eso -eso- alcanza para llevarnos a una tormenta en el medio del océano, a duelos musicales a salón repleto, a conversaciones con perlas destiladas en salitre y alcohol, a recuerdos e invenciones de un siglo marcado por la inmigración y las guerras, la búsqueda de los límites del arte y la vida, que signarán el destino del personaje por más fuera de ese mundo que parezca al vivir en un barco acunado por el agua... Un mundo igual y diferente al de los terrestres, porque el lugar de Novecento es el océano y la expresión “tierra firme” -pasen y vean- es eso: solamente una expresión.  

"Novecento. La leyenda del pianista en el océano" de Alessandro Baricco. Versión y dirección: Javier Daulte. Con Darío Grandinetti. Producción ejecutiva: Damián Zaga. Producción general: Pablo Kompel. Dirección de Producción: Ariel Stolier. Vestuario: Ana MarkarIan. Iluminación: Matías Sendón. Diseño de escenografía: Alberto Negrín. Stage Manager: Gabriel Gómez Nayar.  Asistencia de iluminación: Sebastián Francia. Asistencia de vestuario: María Jimena Acevedo. Supervisión de sonido: Pablo Abal. Dirección técnica: Jorge H Pérez Mascali.  Viernes y sábado a las 20 hs., Domingo 19 hs. y 21 hs. Teatro Metropolitan Citi, Av. Corrientes 1343. Entradas: $200, $250.

14 de julio de 2014

LIBROS | "Discurso perfecto" de Philippe Sollers | Límites, lecturas, resistencias

Por Luis Angel Gonzo

Discurso perfecto (selección), de Philippe Sollers (publicado por El Cuenco del Plata en 2013) es una miscelánea de textos breves -ensayos, intervenciones, opiniones, presentaciones - de eso que, por cuestiones administrativas, suele llamarse “la obra crítica de un escritor”. En Sollers, por suerte, aunque hay mucho de esteticismo-siglo XX-cultura-letrada- francesa, no se trata tanto de esto o aquello, específicamente (una cosa, la crítica, u otra, la literatura), ni de distinguir campos limítrofes en la Era de las esferas y los diálogos asépticos. Así como en muchas de sus narraciones predomina un estilo expositivo, crítico, digresivo, en el conjunto de ensayos de Discurso perfecto uno se encuentra una y otra vez con excursos narrativos, pequeñas glosas novelescas, relatos enmarcados dentro de la presentación de un libro, de la opinión en una revista, de la intervención en un debate; ficción, teoría, narración, comentario: todo irriga su escritura. Ante todo, siempre aparece esta figura: Sollers escribiendo como conversando. Maestro de la elipsis y del discurso indirecto libre, uno no sólo ve al autor que opina sino, sobre todo, al escritor que manipula los hilos receptivos de su interlocutor ausente. Su pose es de combate: contra la nada y la múltiple distracción sin alma y sin amor de los hombres y sus actividades -la estupidez, el conformismo fanático, el odio al arte, la chatura, la moralidad de la opinión-, Sollers opone -como Hölderin- su “resistencia apasionada, vehemente y salvaje”.

En su versión original, el volumen es mucho más amplio. Su diversidad temática, también. La cuestión cambia en la selección publicada en la Argentina (¿podía ser de otra manera? Signo del territorio: se publica cortado, antologado, filtrado, lo que por título era intocable: el “discurso perfecto”). En la versión que nos llega, en cambio, se privilegian los textos que tratan sobre literatura y arte. ¿Nombres-objetos? Nietzsche, Sade, Joyce, Rimbaud, Shakespeare, Céline, Renoir, Bataille, Lacan, Van Gogh, Artaud, Michaux... Apellidos-intereses-lectores: radar de ojos posibles, auditorio-editorial-público. Sollers trama en cada acercamiento a esos nombres, a sus obras una lectura que indaga no sólo en sus intereses particulares -la “lectura de escritor”- sino en las condiciones de lo decible en ciertas épocas y sociedades. La perspectiva-punto-de-partida es destacable. Hoy que se habla tanto del “fin de” (la historia, la literatura, la ideología, etc.) y de “lo post”, Sollers afirma que los textos persiguen la preparación de un Renacimiento (así, con mayúsculas) en el cual ya nadie cree: “un futuro posible pero altamente improbable”. Esa invitación suena mejor -y vale más- que tantos anuncios-sordos-lamentables.

Como se ve, sus intereses son límites: del lenguaje, de la expresión, de la subjetividad, del mal, de la locura. En ese punto, lo genial de los textos de Sollers es cierto grado cero en el acercamiento a personajes, autores, obras; cierto enfoque de los ahora objetos desde momentos concretos de su circulación o puesta en juego, reconstrucción de horizontes. ¿De qué forma se leía a Shakespeare antes de una traducción bilingüe que permitiese cotejar los juegos de lenguaje del autor, el puente abismal de las traducciones? ¿Cómo se leía a Joyce antes de una revisión de las traducciones clásicas? ¿Hasta cuándo podemos seguir escuchando y repitiendo al coro de loros que afirma “Rimbaud dejó la poesía” sin retrucar alguna idea de poesía concreta y de pervivencia de su escritura en otros registros? Aunque desde una óptica centrada en traducciones y debates franceses, los planteos interesan más allá de los maleables límites de la nacionalidad lingüística. 

Por supuesto, Sollers obra a partir de la obra de otros. Se dice al decir a otros. Cita sus novelas al analizar las de otros. Tráfico, canje, idas y vueltas. El libro contiene unas cuantas “perlas que no se perderán en el océano”. Algunas de ellas: “Mucha gente -dice Voltaire- solamente lee con la vista” o “Donde crece el peligro crece lo que salva” (sobre Heidegger) o “¿Un poeta? Sí, muy grande, pero esa palabra abre demasiados kioscos” (sobre Artaud). Perlas propias, perlas ajenas, perlas vox populi: “No podemos  cambiar el país, cambiemos de conversación” (Ulises). Hay muchas más: para encontrarlas no hay más que bucear (cuidado con ahogarse). 

"Discurso perfecto, Ensayos sobre literatura y arte" de Philippe Sollers.  208 páginas, Editorial El Cuenco de Plata. Traducción : Silvio Mattoni. 

1 de abril de 2014

LIBROS | "Primeros materiales para una teoría de la Jovencita" de Tiqqun | Patear el tablero


Por Luis Ángel Gonzo

Es un decir, una expresión, pero si el lenguaje fuese un tablero, Tiqqun (colectivo anónimo) sería el que alcanza un límite en la expresión de sus reglas y lo patea. No queda más lo que jamás hubo: palabras-resguardo, vocablos-consuelo, expresiones-livings, conformismo, comodidad, descanso-lingüístico-dejadez-corporal; ilusiones (realidades) del consumo. La guerra es total, omnipresente, imperceptible bajo el tibio manto de la pacificación oficial, la constante actualización de los falsos conflictos; cuando todo sentir encastra su forma en el mundo dado-recorte-escamoteado y cada supuesta singularidad se disuelve en la previsibilidad de un perfil. No volveremos entonces a donde nunca llegamos. Si la felicidad no fue sino la administración del sufrimiento; si la libertad no resultó otra cosa más que la insípida opción entre objetos; el amor, dúo de autismo; la vivencia, imitación de representaciones; si, en suma, jamás estuvimos donde estuvo nuestro cuerpo, no nos hagamos ilusiones. Primeros materiales para una teoría de la Jovencita y Hombres-máquina modo de empleo (1999, publicados en Buenos Aires por Hekht Libros en 2013) es un libro-bomba en el que Tiqqun toma al lenguaje de facto: interroga sus formas, combinaciones y sentidos en una escritura fractal, múltiple, de rincones más que de caminos; en estilo inacabado, recortado, impropio, hecho de jirones y astillas de otros textos provenientes de lugares y universos de todo tipo (desde citas filosóficas hasta avisos publicitarios de perfumes, títulos de revistas de moda, magazines, foros, graffitis, anónima-multitud-fábrica-de-particularidades enhebradas en el caos riguroso de las citas-esquirlas). En juego está la selección, gestión y atenuación de las formas de vida. No todo se entiende, tal vez mejor así: entre la densidad del texto y la urgencia evidente del tópico: pensar la vida, lo fundamental es salir del sentido común, mediar, detenerse, volver a enfocar, acaso violentar: patear el tablero.

La palabra-radiactiva que titula la primera parte del libro es Jovencita (Jeune-Fille), una categoría femenina (el cuerpo femenino como imaginario histórico) que se extiende, como la cultura, hasta los confines: nos abarca a todos; es lo que no podemos no ser. Una entidad aglutinante-neutralizador-tributista de la lluvia de características que cada ser viviente busca capitalizar como singularidad exclusiva en esa nebulosa llamada presente: la era de las familias de plástico y las expresiones empaquetadas; de la soledad inalámbrica y la intimidad vuelta ausencia; de la conformación subjetiva y existencial en el consumo en lugar de la sumisión por el trabajo; de la mesura del placer, la tasación de la embriaguez, la proliferación de los gustos-índices y el cuentagoteo de los otros; la era de los consumidores-soberanos-del-poder-servil, de la perpetua recreación y las sensaciones de laboratorio; del lenguaje raquítico-plagado-de-vocablos-menos-conceptos-que-categorías-morales-péndulos-constantes-de-masa-gris-binómica; la época del sentimiento como elección prestidigitada; de lo cosmético reificado y de lo ontológicamente virgen, cárcel de atributos, sensaciones como fórmulas psicoquímicas, fusión del valor con el ser, voluntad de comprarse y venderse, precarización laboral-socio-afectiva; tiempo de lo maquínico del deber ser, de la impersonalidad que se vive al decir expresiones que vacían a quien las pronuncia. En tres palabras: lo atrozmente biopolítico

La segunda parte, Hombres-máquina…, insiste en la maniobra en curso: la traducción de nuestras emociones a ecuaciones (que el amor es un compuesto químico de reacciones previsibles; que ciertas comidas o comportamientos proveen la felicidad...). El estado de la cuestión es brutal: analfabetismo emocional + pobreza de mundo. Ese compuesto interroga la omnisciente, sabuesa utilidad-productividad-valor-de-cambio-del-placer (cuyo único deber ser debiera ser el puro derroche) bajo eslóganes que privatizan al individuo de sí mismo (“el amor reduce el estrés”, “el amor es un cóctel de dopamina…"); todo dicho siempre en nombre de la salud. Las consecuencias son urgentes, dramáticas y acaso irremediables: presos de lo abstracto (lo concreto en esquemas irreconocibles: ajenos), los cuerpos se desfamiliarizan de su propia fisiología, pierden autonomía, perdemos soberanía. El cuerpo, separado del sujeto, se vuelve apoderado impiadoso entre imperativos contradictorios: ser libre y controlar, ser saludable estando bien enfermo, buscar el placer en el medio de la producción. Todo está previsto: sufrimiento, aireo, relajación, explotación, sonrisa, libertad carcelaria, tiempo perdido, ilusiones, realidades, reconocimiento, inserción, extrañeza, reinserción. 

Editado por Hekht Libros. Publicado en julio de 2013. 

3 de febrero de 2014

LIBROS | "Aprender a rezar en la era de la técnica" de Gonçalo M. Tavares | La vida en cuestión


Por Luis Ángel Gonzo

Aprender a rezar en la era de la técnica, de Gonçalo M. Tavares (Luanda, 1970) es la historia de un hombre para el que todo lo existente -seres, cosas, circunstancias- es parte de una lucha -múltiple, continua- en la que se disputa la dominación de lo viviente; para él, no hay ser que no sea objeto, ni rol que no sea instancia contingente en sus proyectos (personales, profesionales, sociales). 

El texto se divide en tres partes: “Fuerza”, “Enfermedad” y “Muerte”. Cada una presenta series de escenas, variaciones y pequeños relatos o formas breves que desarrollan lo anunciado en el subtítulo del libro: La posición en el mundo de Lenz Buchmann. Él es el protagonista. Primero médico (el que interviene el cuerpo individual), después político (el que interviene el cuerpo social) y finalmente enfermo (el que es intervenido); tres partes, tres formas de vida y de posibilidades de dominación sobre el mundo que reparten funciones según cada etapa, en un juego de recurrencias, desvíos y fugas que hilvanan los fragmentos de su vida y su relación con el entorno -el mundo y sus  actores-. Hijo de un militar cuya figura, a través de todo tipo de mandatos de sujeción, exterminio y preservación lo marca a sangre y fuego desde la infancia hasta la muerte, Lenz Buchmann es un hombre de exactitud cirujana, mentalidad aséptica, de una piel impermeable a las relaciones de su figura pública de médico con sus inclinaciones personales por el sometimiento sexual-económico-social. Ajeno a cualquier moralidad que no responda a las reglas de la fuerza y la supervivencia, es un hombre de palabras como movimientos, hechos, actos de realidad. Un hombre-bisturí, un hombre-arma que busca la efectividad y el poder. En este punto, Tavares desarrolla un estilo que le calza como un guante al carácter del personaje: el narrador tiene la frialdad del acero, la transparente opacidad de las radiografías, la descripción pensativa y la impasibilidad de un diagnóstico, la concreción de los abstractos de los casos médicos; el asomo de titubeantes arranques de oralidad (“digamos”, “veamos”) como aislados in situ en los que el narrador se pone en juego en cesuras poco solidarias con la materia y la forma predominante del relato, las superficies entre sorpresivas, misteriosas y obvias de las cicatrices, el impacto de final de frase de un puntazo que cierra el sangrado.

El subtítulo dice “posición” y “mundo” (problemas espaciales, de ubicación, que remiten a lo bélico y a lo topográfico) pero el relato sucede en un país impreciso de modernidad occidental, en geografías citadinas que brillan por su ausencia detrás de nominaciones genéricas (“la ciudad”, “el centro”, “la ciudad natal del padre”). El texto precisa algunas coordenadas para perderse mejor en esa vaguedad: muchos de los nombres (Friedrich; Albert; Hamm Kestner) evocan ascendencias germanas, pero es el del protagonista -cuya posición en el mundo hace al texto- el más llamativo al respecto: Buch (libro) mann (hombre), Lenz (primavera). Juego de signos, el nombre de Lenz Buchmann, una especie de primavera o florecimiento poético del hombre-libro, o del libro del hombre (ese vector que podría ir desde “la razón produce monstruos” hasta “cada acto de cultura es un acto de barbarie”), explora -ampliando el cuadro- la posición en el mundo del sujeto-científico-cognoscente-dominador-del-entorno-de-la-instrumental-razón-ilustrada; un sujeto cuya autodeterminación-fuerza-control-de-sí y de los demás solo se agrieta a través de ese otro soberano exterior a sí mismo, que lo saca de quicio y de cabales: el deseo. Ahí -solo ahí- se bordea el abismo del proyecto-Buchmann: cuando la pulsión borra el cálculo y lo viviente pone en crisis cualquier fuerza de sujeción. Así, la novela de Tavares interroga un espacio tan extraño como urgente: el presente.

Aprender a rezar en la era de la técnica, Gonçalo M. Tavares. Letranómada, 2013. Traducción de Florencia Garramuño. 252 páginas.