Por Luis Ángel Gonzo
Desde que no hay territorio sin ruta, calle, camino, ni olas ni nubes sin perímetros gentilicios (“el cielo de Calcuta”, “el mar argentino”), la realidad -si la hay- es que las cosas, los fenómenos, las vidas, su etcétera sin fondo de palabras, remiten siempre a un espacio (posesión, pertenencia imaginaria). Documentos, pasaportes, partidas, certificados, datos, registros, declaraciones, fotos, huellas; etiquetas de ciudadano, inmigrante, extranjero, descendiente, todas sus cartas-de-invitación-pase-libre a la administración de las pulsaciones demarcan esos límites, esas fronteras. Qué, cuándo, cómo, dónde. En esos pronombres, ¿será lo mismo nombrar una vida que decirla? ¿Decirla que narrarla? ¿Habrá orden de prioridad para eso? No parece.
¿Y si alguien no tiene documentos, ni certificado de nacimiento, ni más datos ni registros que los de la oralidad del entorno? Habrá marcas. ¿Y si no hay padres? Habrá padrastros, criadores, tutores. ¿Y si no? Habrá un lugar, unas personas.
¿Y si ese lugar no pertenece a ninguna parte?
El agua (océano mar).
El aire (cielo).
Cierto: hasta las olas y las nubes -hoy- respetan las jurisdicciones nacionales, el Estado-nación estará en crisis ideológica pero sus carnets, barreras e injerencias se multiplican, y hasta esas porciones de planeta de cruce (consulados, fronteras) y esos rincones llamados “internacionales” (Antártida, océanos) son lo que son a partir de acuerdos entre naciones.
Cierto, también: hoy es difícil escapar al registro. ¿Nacimiento en avión o barco? Habrá médicos a bordo, al llegar a destino comenzarán los trámites: no se puede andar por ahí sin la ley tatuada. Hasta los cambios de nombre y aspecto tienen su expediente, su carpeta, su foto autografiada.
Por supuesto, no siempre fue así. El presente aséptico camina sobre siglos de cuerpos sin nombre. Hace cien años (menos también), todas las preguntas precedentes hubiesen admitido un sí por respuesta. ¿Ejemplos? Apellidos cambiados, identidades truncas, fugas sin desenlace, cortes y recomienzos, uno diría: se hablaba menos. ¿Historias? Hay una que da vuelta reversible a los conceptos territoriales que cobijan nuestra intemperie: Novecento. La leyenda del pianista en el océano, escrita por Alessandro Baricco y dirigida por Javier Daulte.
Novecento, novecientos, 1900, hace cien años. Leyenda, en off del registro histórico. Pianista, música, cifrado lenguaje transparente. Océano, no-lugar, movilidad profunda. Entonces, la pregunta: sin tierra, ¿hay espacio? ¿De qué tipo? ¿Y pertenencia? ¿Habrá?
Novecento es un personaje que, antes de ser Novecento, es un niño nacido, según lo que se cree, en tercera clase, pero aparecido en primera, a principios del siglo XX, a bordo del Virginia, un transatlántico que va de Europa a América y de América a Europa llevando inmigrantes, mercaderías.... Quien lo encuentra (un marinero) le da su nombre y el del siglo. La historia de este singular ser humano que nunca en su vida pisó la tierra -porque nunca en su vida bajó del barco- nos la cuenta su único y mejor amigo, un trompetista que coincide con él a bordo del Virginia, comparte algunos años y los transmite en su monólogo superpoblado. ¿Cómo? Es que hay transatlántico, océano, pianista, trompetista, tripulación, clases altas, clases bajas, cuentos, anécdotas, debates... ¿Y el elenco? Un actor, Darío Grandinetti, cuya versatilidad y, justamente, manejo del espacio -del escenario y sus mundos posibles- es magistral; toda una lección de brío y técnica expresiva que va de menos a más (los primeros minutos corren -creo- como sin brújulas, el protagonista parece evocar recuerdos y revivirlos con un tono que vacila entre el de la época del relato y su narrador y otro tono algo aporteñado, cristalizado, que por fortuna se desvanece en un par de chistes -en el libro en italiano, y en su traducción al español, efectivamente se habla en una especie de argot que, tal vez, en la traducción al porteño genera el efecto de desorientación: un personaje trompetista de Nueva Orleans que habla como un porteño de cafetín.., esa lengua muerta de lugares hoy comunes, hasta que el tono baja y se encausa, como las aguas, y entonces uno entra en la historia, en sus vaivenes y episodios). Escenario, elementos: una cubierta de madera, una soga, un saco, las luces. Eso -eso- alcanza para llevarnos a una tormenta en el medio del océano, a duelos musicales a salón repleto, a conversaciones con perlas destiladas en salitre y alcohol, a recuerdos e invenciones de un siglo marcado por la inmigración y las guerras, la búsqueda de los límites del arte y la vida, que signarán el destino del personaje por más fuera de ese mundo que parezca al vivir en un barco acunado por el agua... Un mundo igual y diferente al de los terrestres, porque el lugar de Novecento es el océano y la expresión “tierra firme” -pasen y vean- es eso: solamente una expresión.
"Novecento. La leyenda del pianista en el océano" de Alessandro Baricco. Versión y dirección: Javier Daulte. Con Darío Grandinetti. Producción ejecutiva: Damián Zaga. Producción general: Pablo Kompel. Dirección de Producción: Ariel Stolier. Vestuario: Ana MarkarIan. Iluminación: Matías Sendón. Diseño de escenografía: Alberto Negrín. Stage Manager: Gabriel Gómez Nayar. Asistencia de iluminación: Sebastián Francia. Asistencia de vestuario: María Jimena Acevedo. Supervisión de sonido: Pablo Abal. Dirección técnica: Jorge H Pérez Mascali. Viernes y sábado a las 20 hs., Domingo 19 hs. y 21 hs. Teatro Metropolitan Citi, Av. Corrientes 1343. Entradas: $200, $250.