Tomorrow, and tomorrow, and tomorrow,
Creeps in this petty pace from day to day
To the last syllable of recorded time,
And all our yesterdays have lighted fools
The way to dusty death. Out, out, brief candle!
Life’s but a walking shadow, a poor player
That struts and frets his hour upon the stage
And then is heard no more. It is a tale
Told by an idiot, full of sound and fury,
Signifying nothing.
Macbeth, William Shakespeare
Por Cecilia Perna
Tengo este problema histórico con las películas, con todas las películas: me las olvido. Pero nunca para siempre. Al tiempo reaparecen transformadas, metidas en mi memoria como parte de mi cuerpo. Igual que los sueños, que vuelven fragmentados durante el día. Un rostro, un color, un movimiento. Pensar en un director, para mí, es pensar un gesto fílmico. Nombremos dos: en mi memoria, Godard es un plano secuencia girando en el espacio y Fellini, la melancolía abarrocada del set en el set, perfectamente encuadrada. (¿Quién mira? ¿Quién escucha?) Nombremos estos dos, retengámoslos. Como en un sueño.
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Pero vale preguntarse si es necesario recordar una película. Si las películas no estarán hechas para ser olvidadas. Para desarrollar esa facultad bendita del olvido. Después de todo, ellas padecen del mal del archivo. “Recorded” para siempre, pueden ser recordadas en la actualización constante de cada reproducción (¿o será que olvidar es imposible en la actualización constante?). Una película: “recorded time” para ser publicitado, distribuido, comercializado, proyectado, incluso, pirateado, compartido: reproducido millones de veces. Digamos que sí, que las películas de Hollywood están hechas para ser olvidadas, y sin embargo circulan, reproduciéndose hasta terminar gastadas. No son precisamente obra, sino mercancía. No son arte. Están por fuera del circuito del prestigio. Hollywood, la gran picadora de carne, la línea de producción y montaje de sueños, hace sueños en cadena, para ser olvidados o vueltos a ver hasta agotarse.
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¿Qué es el cine, después de todo? ¿Un arte o una mercancía? Tenemos Birdman. Tenemos entre manos una película nominada a los Oscar (premio que deja pero tanto que desear) una película que, bajo el infernal spotlight de la vidriera hollywoodense, se pregunta: ¿qué soy? ¿qué somos? ¿qué somos nosotras, estas cosas llamadas películas? ¿qué lugar ocupamos en la historia de…? ¿el arte? ¿las obras? ¿el mercado? ¿la tradición? ¿y quién nos hace? ¿quién nos mira? por adentro y por afuera.
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Birdman es una película épica: la del este contra el oeste: la de la civilización contra el desierto. Es algo así: hubo una vez una industria que floreció entre la industria, alrededor de New York, pero fugó al desierto, porque las máquinas crecen con más fuerza en el desierto. Allí se volvió un monstruo, pulpo infernal que lanzó sus tentáculos al mundo. Pulpo desértico, bárbaro invasor. Los cuerpos de los actores se fragmentaron, se ampliaron, se levantaron y elevaron como los ídolos más primitivos. (En el desierto todo se vuelve primitivo). Tras cámara y montaje, los cuerpos de los actores se hicieron añicos restallantes de poder: superhéroes, descomunales celebrities. Pero en el este quedó la civilización, el prestigio de la totalidad, la entereza de la obra: el actor de teatro, de representación escénica. El cuerpo íntegro. El verdadero, el evolucionado actor. El que conserva y, por eso, civilizado, retrasa. Ahí quedó: el actor de prestigio, el reseñado en New York Times, ese, quedó en el este.
Broadway vs. Hollywood, arte vs. industria, actor vs. celebrity, prestigio vs. populacho eso es Birdman.
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Pero ni tampoco; porque Birdman es la película del after-todo: el superhéroe que es ya incapaz de enfrentarse a nada. Viejo, cansado, frustrado. Y egocéntrico. No hay más versus, no hay más épica, no hay más forma de restituir el pasado. Nadie va a ganar en esta. No hay ya ni siquiera ficción vs. realidad. ¿Qué es el cine? ¿Qué es la realidad? No queda nada. Quién es el verdadero en ese eterno juego de los dobles, todos esos dobles: los del actor, los del superhéroe, los de la pantalla, que tiene siempre dos lados. No sabemos -ni vamos a saber- qué hay del otro lado, quién le está hablando a quién. ¿Qué es el cine? ¿Qué es la realidad?
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Birdman tritura todo. Tritura la gran tradición y las grandes preguntas de la tradición más barroca: ¿cuál es el límite? ¿qué está de acá o de allá? ¿quién habla adentro de quién? ¿qué está adentro de qué cosa? ¿y qué hay por el lado de afuera? Birdman se pregunta por su propia posición en el Hollywood after-todo. ¿Cómo funciona esta máquina desbordada hacia la realidad? Este universo de actores diseccionados y estallados y adorados que pueden más de lo que puede un cuerpo (aunque nadie sabe, a fin de cuentas, lo que puede un cuerpo) en la soledad del escenario.
Birdman es un sueño que procesa incluso su pequeña tradición de cine (la verdadera tradición, aunque no hay tradición más pequeña): el cuerpo sobrecargado de Fellini, ese íntegramente filmando en el cuadro del set, es el cuerpo íntegro de los actores en el escenario teatral, con músicos entre bambalinas que acompañan la diégesis. Y la cámara circulante, la pequeña Godard, intrusamente emplazada: ¿qué mira? ¿qué persigue? ¿quién es? ¿qué desea? ¿qué hace ahí? ¿de dónde vino?
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Birdman está hecha de la materia de los sueños. Es cine puro que se come fieramente al cine. Olvidable, como la vida misma. Una nube apenas que también volará. Birdman es el after-todo que ya no soporta otro mañana. Mañana, mañana, que se arrastra a ese ritmo miserable de un día atrás del otro, hasta la última sílaba de tiempo recodado y de todos nuestros ayeres que han iluminado a los tontos el camino polvoroso hacia la muerte. Afuera, afuera, sostengamos esta vela: la vida no es más que una sombra andante, un pobre actor pavoneándose inquieto sobre el escenario hasta que no se oiga ya nada. Es este cuento, contado por un idiota, lleno de furia y de sonido, que no significa nada.
(¿no será demasiado? ¿no será demasiado?)
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Birdman es Hollywood. Aprovechemos, porque no siempre Hollywood es Birdman. Aprovechemos, porque Hollywood se acaba.
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