Por Leonardo Maldonado
La sordidez del último film de David Cronenberg, Un método peligroso (2011), no proviene, como sucede en Crash (1996), su cinta más perturbadora, de la obscenidad de la imagen y de la puesta en escena, de la explicitud en la representación de los cuerpos desnudos, del acto sexual y de determinadas perversiones, sino que se asienta completamente en la palabra. De hecho, la película apuesta a un combate feroz por el conocimiento –y por ende del poder– a través de la palabra.
Así, las palabras seguras, paternalistas y autorizadas de Freud, que no hacen más que defender su necesidad de otorgar prestigio y cientificidad al psicoanálisis, su disciplina naciente, serán cuestionadas primero por las de Jung, su joven discípulo, y luego por las de Spielrein, la paciente y amante de éste, quien pudo “sacarla” del estado de histeria a partir del método de la “cura por el habla” postulado por el primero. Discrepancias teóricas que tensarán las relaciones entre el maestro y el discípulo y que no hacen sino dar cuenta de las tórridas contradicciones conceptuales iniciáticas en el complejo terreno del psicoanálisis.
Y es en el marco de estas diferentes posturas de entender un concepto, pensar una mecanismo inconsciente, reflexionar sobre la posibilidad de una cura, o de relacionar categorías y conceptos, como la libido, el sexo y la muerte, por ejemplo, que el analista –todos los analistas que el film presenta, en realidad– se desestabiliza, y no en pocos momentos se siente amenazado –en su conocimiento y en su cuerpo– por ese al que justamente analiza. Pues si Freud proclama que ha abierto la puerta para que otros continúen con la investigación, clausura esa posibilidad cuando cree que Jung equivoca el camino, tanto el intelectual como el personal (moral).
Es que Jung ha sucumbido, ese es el verbo que se usa en el film, a la palabra de uno de sus pacientes, otro analista: Otto Gross, que le sugiere no reprima sus pulsiones y mantenga relaciones con su bella paciente rusa. Sin duda es esta la ruptura más radical respecto de la práctica psicoanalítica tal como Freud la entiende. De todos modos, no es que Jung se acueste con Sabina porque su paciente (al que se supone debe tratar y con el cual acaba analizándose) se lo recomienda sino porque late un deseo preexistente.
Porque en medio de la lucha por la palabra y el poder (cientítifico) se instala en la carne –más allá de la poca representación que de ella se hace– la lucha por el deseo. Lucha que se da en la Europa represiva de principios de siglo, en la sociedad burguesa y entre médico y paciente. En la gran maraña de diálogos que constituye el film, la primera gran y perturbadora pregunta –y que descoloca a Jung en tanto no ha pensado en ella– es formulada por Freud, que (le) demuestra aquí el caudal de su conocimiento y experiencia: “¿es ella virgen?”.
Cuando no se habla, Cronenberg filma bellas imágenes que contrastan con la trama sombría: el descanso de los amantes en el bote (registrado en ángulo cenital), la llegada de los científicos a Estados Unidos en el lujoso transatlántico, los paseos por los parques de Viena, las aguas cristalinas de un vasto lago. La mejor escena quizá sea aquella en la que Jung, reloj y anotador en mano, interroga a Emma, su esposa, con un sistema mecánico que registra determinado comportamiento fisiológico y que le revela ciertos aspectos de su personalidad e inconsciente.
En cuanto a la estructura del film, no resulta del todo satisfactoria la reiterada interpretación de preguntas, sueños y situaciones, y la presencia de diálogos constantes, casi sin pausas. Y al principio de la historia, la exagerada interpretación de Keira Knightley como la histérica Sabina, cuya animalidad (necesaria dramáticamente) ha superlativizado. Si bien Cronenberg es un especialista en filmar escenas de sexo perturbadoras, las dos escenas de fustigamiento que aquí registra no alcanzan esa preciada cualidad; no obstante, en la segunda, la intensidad reside en el rostro de Jung (un Michael Fassbender estupendo), que se excita aún más que su paciente cuando le propina los golpes. Por su parte, Viggo Mortensen compone un Freud maduro y convincente.
Por último, Cronenberg no descuida la procedencia de los personajes, y aquí también la palabra tiene un peso importante: rusa, judío, protestante, judía, rica, ario. Las placas finales del film comunican al espectador la persecución nazi a Freud y a Spielrein. Se trata de la oscura premonición que atormenta a Jung: “la sangre en Europa”. La última escena del film es desvastadora: las palabras que los ex amantes se profieren dan cuenta de la propia tarea del “método peligroso”: la caída de toda resistencia a la decibilidad absoluta. Lo interesante de la cuestión es que Cronenberg sitúa a los personajes fuera de una situación de terapia: el dolor se asume en y por la palabra, y las tragedias personales no pueden sino sobrellevarse o sobrevivirse sino a partir de la sinceridad máxima: la de las palabras y la de las pulsiones.
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