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10 de marzo de 2013

CINE | "Amour" de Michael Haneke | Morir en París


Por Eugenia Guevara

Hay que ser valiente para ver Amour. Y no obstante ello, por más coraje y fortaleza que el espectador tenga, en algún momento - o en todos - se va a quebrar. Puede ser, incluso, desde el comienzo. Uno ya sabe de qué se trata la película: un matrimonio cuyos miembros rondan los 80 transitará por el difícil camino que se prevé a partir de determinada edad, el de la enfermedad y la decrepitud, en este caso, la de ella. Entonces, verlos en los primeros minutos haciendo su vida, asistiendo a un concierto, conversando con interés, teniendo gestos afectuosos, en definitiva, viviendo en armonía una intimidad construida a partir del compañerismo, la afinidad y el deseo, resulta conmovedor y tremendo ante lo inevitable.  

Con ascetismo, una cámara inmóvil, que encuadra perfectamente cada ambiente de ese hermoso departamento parisino antiguo, burgués, plagado de libros, música y arte, va a mostrar cómo, lentamente, Anne, a partir de un ACV y una operación de carótidas que no sale como estaba previsto, deja de ser la mujer encantadora y amable que había sido, para convertirse en algo que se asemeja al niño de pocos meses, aunque se trata de alguien que va hacia la muerte. Mientras, George, su marido, permanece a su lado, cuidándola, consolándola, alimentándola, acompañándola. 

Una tensión insoportable se vive en cada plano, que dura lo que debe durar para mostrar el acontecimiento completo, ocupado por esos enormes actores, leyendas del cine francés, como son Emmanuelle Riva (Hiroshima mon amour, Kapò, Bleu) y Jean -Louis Trintignant (Mi noche con Maud, Z, Vivamente el domingo, Rouge), y registrado por esa cámara, la del maestro Michael Haneke, que es al mismo tiempo sutil y brutal, cruda y delicada. Un ejemplo de esto es cuando la hija, una concertista que viaja constantemente, interpretada por la maravillosa Isabelle Huppert, visita a la madre que ha tenido otro ACV y le habla sin parar de realizar una inversión inmobiliaria. 



Si todo en la película habla del talento de su director, nada lo hace como las actuaciones de Riva y Trintignant. Los gestos, las miradas, los silencios, los vaivenes de él al caminar;  la cadencia de ella para mirar, incluso cuando no sabemos si está viendo; la tranquilidad de ambos. No solo por el gran trabajo de enfermar y dejar de ser humana, en el caso de ella, o por la contenida y silenciosa paciencia que él sostiene durante -casi- toda la película. Son a veces detalles mínimos. Él la ayuda a vestirse, le está poniendo el calzado cuando lee un mensaje de texto de su hija que anuncia que irá a visitarlos en una fecha determinada. Él confiesa que no sabe en qué fecha está, y ella le hace un gesto que significa que ella tampoco. Ese instante es majestuoso. Como toda la película.

Una mención aparte merece la música. Reinan Schubert y Beethoven, interpretados para la banda sonora del film por el pianista francés Alexandre Tharaud, pero además, es un leit motiv. Música es lo que ha sido Anne y es lo que aún puede seguir siendo, cuando ya no puede ni siquiera hablar con coherencia. Aún puede sentarse al piano. Y tocar.

El relato es medido y preciso. Las elipsis - o más bien, aquello que se ha elegido no mostrar - junto con lo que se muestra (a él perfumando el agua con las flores o eligiendo un vestido azul para ella) desnudan una exquisita sabiduría, un gran genio que sabe cómo leer la vida, o el paso del tiempo, y que además es capaz de contarlo de manera tal que la emoción surja de manera ineludible. Pero, a través de la mesura, que graba en el espectador, de manera imborrable, cada imagen de la película. Es así que cada vez que recordemos a Amour, vamos a querer llorar. Un poco por lo triste que es envejecer y enfermar. Otro, por lo hermoso que es - o sería - terminar la vida - o morir - con tanto amor.