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7 de marzo de 2015

CINE | "Pistas para volver a casa" de Jazmín Stuart | Los hermanos sean unidos



Por Alba Ermida

Todas las películas cuentan una historia de amor, ya sea erótico, filial, de amor por el dinero o el poder... Pistas para volver a casa  de  Jazmín Stuart habla del amor entre dos hermanos, algo que se ha filmado antes, pero es la forma, la manera de contarlo, sutil y sensible, la que valoriza este primer largo en solitario de la actriz.

A priori, hermana y hermano no tienen frecuente contacto, podríamos decir que apenas se conocen en su día a día, pero la relación subyace en esa cotidiana ausencia. Una relación que no muestra afecto, sólo imposición de circunstancias y genéticas, sin embargo por el devenir de la trama se va revelando primero cariño y luego amor. Este proceso lo inician las palabras en su función evocadora de recuerdos de la infancia; momentos compartidos, miedos y celos, reproches pasados que se muestran a través del diálogo. No hay contacto físico, un beso, un abrazo, una caricia. 

Los dos hermanos van a buscar al padre a un pueblito de provincia, donde tuvo un accidente que lo obligó a permanecer internado. En una cadena de sorpresas crecientes, el viejo les cuenta que vendió la casa, que jugó el dinero en el casino hasta conseguir triplicarlo, que lo tuvo que esconder en el medio del bosque para que no se lo robasen. Por el impacto del coche que lo atropelló, él no se acuerda de las instrucciones para encontrar el botín, sólo sabe que llamó a la madre -que se fue hace treinta años de casa sin previo aviso ni posteriores señales de vida- para que alguien supiese el paradero del tesoro. 

Pistas para volver a casa pone en juego un delicado juego de sospechas y verdades. De una forma fácil, sin complicaciones de trama, consigue que el espector se pregunte constantemente cosas chicas: ¿será verdad que vendió la casa? ¿Será verdad que jugó la plata y la triplicó? ¿Será verdad que cabó un hoyo en el bosque para esconderla? ¿Será verdad que encontró a la madre? En ese “será verdad” se sostiene la película que combina una historia bastante plausible con toques casi mágicos, de cuento. 

En este entretejido de situaciones mínimas que desestabilizan la cotidianeidad de dos personajes (personajes que necesitan ese viaje del héroe), hay dos secuencias que hacen vascular la verosimilitud e incluso el tono suave y comedido de la película. Aquella en que los dos hermanos se reencuentran con la madre; escena que, además de excesivamente melodramática, resulta innecesaria porque aparece para justificar un hilo que puede quedar perfectamente suelto. Y la escena de la persecución por el bosque, que se pasa de inverosímil hasta llegar a lo paródico, un tono que no encaja.

Los intérpretes son el pilar fundamental pues la construcción minuciosa, genuina y completa de los personajes dan una originalidad a la historia que trasciende una trama que podría ser común. Una Érica Rivas que consigue que nos creamos todo lo que interpreta haciéndonos padecer su angustia, sufrir su miedo y sentir su dolor, con un toque muy comedido pero constantemente presente de absurdo, de comedia hilarante que por momentos no deja controlar la carcajada que sale incluso en las situaciones más dramáticas. Esa es la base de la comedia, hacer reír desde la miseria. Y Juan Minujín que le hace una buena réplica a su hermana un año mayor. El suyo es un personaje en crisis, una crisis que se traga en silencio y que lo desborda, pues es el suyo un personaje algo pusilánime que, por ser objeto del mismo abandono dos veces en su vida (su mujer lo dejó con dos hijos como su madre los había dejado a ellos), parece estar anulado por el shock. Al final, el viaje los muestra cambiados y el cariño ya no sólo es verbal, también es físico.