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18 de agosto de 2015

ENSAYO | La Aurora es la Aurora | Poética de la heladera


Por Mauricio Bertuzzi 

Década del ’80. Los electrodomésticos irrumpen los hogares argentinos y duran más que el gobierno de Alfonsín. El Magiclick garantiza la chispa por 104 años y el Grundig es “caro pero el mejor”. La heladera Aurora viene con novedoso freezer y se promete eterna. Por eso, Luis Alberto Spinetta la cuela en una canción y Alejandro Finzi la incluye en una obra de teatro. Tecnología en la vida cotidiana y en el arte.

Este universo cotidiano, tecnológico, se presenta con humor negro en La montaña, cuarta canción del disco Peluson of milk de Luis Alberto Spinetta.



 

Hablaré con el jardín,
hablaré con el que se fue.
Todos quieren mi montaña,
todos quieren mi montaña.

De la mitad de las sombras
la mitad partida siempre...
Solo quedan las alturas,
solo quedan las alturas,

Trepen a los techos ya llega la aurora,
trepen a los techos ya llega la aurora.

Andaré por el corral,
donde no hay cautivos ya.
Pagarán por mi montaña,
pagarán por mi montaña...

Comeré lo que comer,
dormiré y me afeitaré.
La montaña es la montaña,
la montaña es la montaña...

Trepen a los techos ya llega la aurora,
trepen a los techos ya llega la aurora.

El tema adquiere otro sentido en el videoclip. Allí, el artista intenta atravesar un campo arrastrando un palo alrededor de una montaña de ropa sucia. O como explica Spinetta en Martropías de Juan Carlos Diez: “Un ser que tan trabajosamente lleva atada su propia conciencia, su designio. Es el personaje que arrastra esa madera sin sentido, en torno a la montaña de ropa, que es lo que se fue…”

Sobre el final del clip una humilde familia trepa a la terraza de su casa baja para festejar abrazada la llegada del flete que trae la heladera. “¡Es que durante 30 años te pasaron la misma propaganda! (explica). Entonces la Aurora ya no es la aurora, es una heladera. Y para esa gente representaba una doble aurora. No sólo subir al techo a ver la aurora, sino, además, recibir una heladera.”

Alejandro Finzi incluye una vieja heladera en su obra de teatro ¿En cuánto se derrite un cubito?, editada en Historias de un abuelo que vive lejos de sus nietos. Habitáculo último del último pedazo de glaciar que sobrevive en la Tierra.

Si bien no lo explicita, todos sabemos que ese personaje alto y con freezer es “su” heladera, una Aurora que al día de hoy conserva sus alimentos. “Una Aurora de la época en que los artefactos se fabricaban y duraban para siempre”, como se encarga de resaltar en cada entrevista.

Esa heladera teatral tiene “cartelitos, un calendario del año pasado, corazoncitos de ají, una ballena dada vuelta que al respirar deja deslizar sus gotitas aceitosas por toda la puerta. La ballena es un imán de goma. No está rodeada de kril sino de otros imanes de donde cuelgan siniestras facturas de luz y de gas… Imanes que ya se caen y donde hay números de teléfono que no quieren resbalar: reclaman una primera llamada a la enamorada, imploran otro al heladero; una urgente al plomero y la última, a la empanada (y todos sabemos de la urgencia finziana con el plomero).

En el texto, el viejo Jerónimo entabla una conversación salvadora con un cubito de hielo solitario, habitante único de la “eternidad de las cubeteras”, en un congelador que “no es la cueva del gigante Fingal. Esa queda en Escocia y entre las notas de una sublime obertura de Felix Mendelsshon.”

Finzi siempre da atención especial a la música y exige especial atención a los decorados sonoros de sus obras. En este caso, además de la cita mendelsshoniana la conversación entre el viejo y la heladera se interrumpe con los maullidos cortos en Si bemol y largos en La sostenido mayor de una gata.

Como Mendelsshon, Finzi y Spinetta parecen románticos pero son profundamente clásicos. Y en palabras del poeta patagónico, “el arte es la única forma de explicar la realidad”.

16 de diciembre de 2014

LETRAS | Acerca de la EDICIÓN 1 | Los hijos del Diablo


Por Mauricio Bertuzzi
desde Neuquén

La relación entre escritores, imprenteros y editores siempre fue complicada y no exenta de antológicas peleas. En su paso por Neuquén, Rafael Bielsa se molestó porque el editor cercenó cuatrocientas páginas de su primera novela. Y Goethe afirmó: “Todos los editores son hijos del diablo. Para ellos tiene que haber un infierno especial.”

En esta primera parte, narro algunas vicisitudes de este matrimonio por conveniencia que se reflejan en una novela histórica.

La tarea del editor no suele ser cronicada ni narrada regularmente. Aunque hay libros que reflejan en su trama los avatares de sus personajes en su encuentro con los antiguamente llamados “cagatintas”. Y generalmente, estos últimos no salen “bien parados”. Se cuenta que el poeta y periodista Thomas Campbell, en una velada literaria a principios del siglo XIX, brindó por Napoleón y causó un gran revuelo. Bonaparte era un tirano y un enemigo de su país, y Campbell al darse cuenta de su equívoco explicó: “¡Pero señores! Él una vez fusiló a un editor”.
Desde el año 2010 realizo un programa radial sobre libros que se llama Ladrones de tinta. Una novela histórica de Alfonso Mateo-Sagasta (publicada por Ediciones B) lleva ese nombre. En ella, el protagonista, Isidoro Montemayor, busca un tal Alonso Fernández de Avellaneda, escritor de la segunda parte de El Quijote, a pedido de su jefe, quien había editado la primera parte y veía perder su negocio con el libro. Francisco Robles, también librero y regente de un garito donde se juega y come de manera ilegal, se enoja:

“-¡De mi no se ríe nadie! (…) Necesito que lo encuentres. Quiero que te enteres dónde vive, con quien duerme, qué come y cuando caga. Lo quiero saber todo de ese desgraciado. Todo”.

Y a la vista del encargo y del dinero adelantado, la búsqueda no tiene otra finalidad que una “nueva” desaparición.

Isidoro, protagonista y narrador en el libro, dice sobre su trabajo: “hasta hace poco regenteaba el garito propiedad de don Francisco de Robles, librero del rey y hombre de muchos y variados negocios… y además me sacaba unos extras corrigiendo pruebas de imprenta y redactando gacetillas…”

Como buen conocedor de su oficio, afirma: “Me gusta el olor del papel y de la tinta, ácido y dulce, el aroma que expele un libro nuevo al hojearlo. Por eso no deja de asombrarme que proceda de una cueva como son la mayoría de las imprentas”.

La novela está ambientada en el Madrid del Siglo de Oro. Una época donde se escribe, se lee y se bebe en los bodegones.

Discutiendo en la mesa de un bar sobre los errores de la primera parte de El Quijote, Don José de Valdivielso, capellán del arzobispo de Toledo argumenta:

“Una pequeña distracción (…) Pienso que Don Miguel cambió de sitio los capítulos que tratan de la historia de Crisóstomo y Marcela, no sé si se acuerdan ustedes, una historia bien triste, y al hacerlo alteró el hilo narrativo anterior y causó el problema del rucio”.

Y explica: “Un lapsus razonable que, por otra parte, a lo mejor no hay que achacar al autor. (…) El impresor también puede tener responsabilidad en eso".

La trama va desnudando la verdad del asunto: el libro cuenta con un editor falso, con una licencia de impresión falsa, y hasta con un autor falso. “Los libreros son gentuza de la peor calaña que viven de exprimir a los escritores, de engañarlos, cualquier cosa que les pase les está bien empleado”, reflexiona.

Posteriormente, Isidoro sostiene con Lope de Vega el siguiente diálogo:

-Tengo entendido que a usted le disgusta que otros editen sus obras en su nombre.

-Creo que es asunto distinto. En mi caso un editor sin escrúpulos edita con mi nombre obras teóricamente mías pero que han sido tan alteradas que apenas conservan cuatro versos del original. Y además niega mi derecho a cobrar por ello.

-¿No cobra nada como autor?

-Nada. En cuanto se vende una obra a un comediante pasa a ser de su propiedad, y él la puede alterar, copiar, vender o hasta quemar si ése es su gusto. Al final las venden a los libreros y éstos las editan como les viene en gana.