10 de abril de 2014

BAFICI | Dos bodrios y Nick Cave (sí, otra vez)

Por Eugenia Guevara


De lo que va del BAFICI, está decidido que nuestra película de la competencia internacional preferida es la española El Futuro, sobre la que vamos a escribir aparte, y la que le sigue, es 20.000 days on earth, sobre Nick Cave, de la que ya escribimos pero vamos a seguir escribiendo.

Cuando suena el despertador, a las 7, Nick ya está despierto. Con su mirada siempre lejos, en su mundo de fantasía que lo acompaña todo el tiempo. A su lado duerme Suzie, su esposa hace más de diez años y la madre de sus mellizos, la mujer de la que se enamoró a primera vista en un museo y que le condensó en un segundo todo aquello que le había resultado deseable en el mundo real y en el imaginario (como Anita Ekberg, en La dolce vita, por ejemplo). Suzie no quiere salir en la película sobre Nick que están filmando Forsyth y Pollard, pero la vemos con el pelo sobre la cara en ese despertar y más tarde, su reflejo muestra cómo mira a Nick que nuevamente sale de su casa desde una ventana desde el piso superior. Sin embargo, ella aparece hermosa, enorme, en blanco y negro, en el retrato suyo que más le gusta a Nick, cuando él va al archivo donde trabajan sobre los papeles, objetos, fotos y documentos que ha acumulado toda su vida y que van a reconstruirla ahora.

Lo que más sorprende de este documental, o más conmueve, es que tiene todas las características de un memorial. Entre los papeles que los archiveros le muestran a Nick (también le proyectan unas fotos de un concierto de The Birthday Party en Alemania, donde uno del público sube al escenario a orinar y es golpeado por el bajista de la banda, entre muchas otras cosas), hay algo que le cuesta reconocer. A los treintaypico había escrito una especie de testamento donde decía que si llegaba a morir, todo su dinero - que entonces, él dice, no era mucho- se utilizaría para construir el Museo a la memoria de Nick Cave. Nick se ríe, se llama a sí mismo estúpido, pero lo más loco es que la película donde lo vemos reirse de su narcisismo del pasado, es precisamente un museo a la memoria de Nick Cave.

Nick no teme ni a la muerte, ni a la soledad. Su miedo es perder la memoria. Será por eso que ha guardado todo lo que ha podido como lo hacían los grandes hombres que sabían que su historia iba a ser reconstruida porque formaban parte de la Historia (como San Martín, Sarmiento o el General Paz, para poner ejemplos de acá) o remarca que no recuerda nada que haya sucedido en la década del 80. Paradójicamente, porque Nick es paradójico, tiene una memoria impresionante, incluso cuando se refiere a episodios de esa década del 80 que vilipendia tanto.

Nick, dueño del estilo y el buen gusto, siempre impecable y con onda, está en ese "día", que son muchos, grabando el nuevo disco con los Bad Seeds. Pero también tiene charlas reparadoras, resarcidoras, con varios de sus amigos, lo que incluye a Blixa Bargeld y a Kylie Minogue. Con Kylie, siempre hermosa, sentada no a su lado como los demás si no atrás, observada por Nick a través del espejo retrovisor recuerdan a Michael Hutchence, líder de INXS, quien era novio de Kylie cuando Nick la llamó para cantar Where the wild roses grow. Y de lo que hablan es de la comunión del cantante con su público. Kylie cuenta que Michael, quien tenía un gran manejo de la masa, no podía verla, porque era miope. El día que compró lentes de contacto y los usó, fue el primero y el último. Nick en cambio dice que él no puede pensar/considerar/comulgar con un púbico masivo, solo puede vivir el psicodrama con quienes están en la primera fila. Y eso se ve en la película. 

En resumen, el memorial de Nick Cave es Nick Cave y amamos a Nick Cave porque es imposible no amarlo: lo vemos en su sesión de psicoanálisis, yendo, como vamos todos, hasta nuestros padres, en su caso, hasta la muerte de su padre (hecho que lo marcó porque a sus 19 años, murió en un accidente automovilístico); repasando su diario del tiempo (que es el clima que, recién llegado a Inglaterra, desesperó a este australiano marcado por el sol, pero también es el tiempo porque su vida cotidiana y sus obsesiones se van mezclando con los reportes de la temperatura, la niebla, la humedad) y comiendo pizza con sus mellizos mientras miran una violenta película. 

Nick le cuenta al psicoanalista que su padre lo vio en vivo, antes de morir, y le dijo que era como "un ángel". Él se ríe, el psicoanalista se ríe, los espectadores nos reímos. Pero después de todo, uno piensa que sí, Nick es un ángel, un ángel negro, inteligente y tranquilo, que es capaz de revisar su vida con una conciencia y una autocrítica que hacen que lo amemos aún más.

Uno de los bodrios que nos tocó vivir en el 16º BAFICI fue O som da terra a tremer, de 1990, que integra la retrospectiva de la portuguesa Rita Azevedo Gomes, una especie de cajas chinas con un leve aire a Céline et Julie vont en bateau, de Rivette, pero que nunca cierra. Una mujer se levantó y salió de la sala espantada diciendo que si no podían hacer actuar a los actores, no había película. Los actores, marionetas pero no como las de Fassbinder o las de Bresson, son figuras incapaces de conectar o transmitir algo, dentro y fuera de la escena. Por ejemplo, nunca supimos si Isabel era ciega, o sólo distante. 

El otro bodrio fue Kumiko, the treasure hunter de la selección oficial pero fuera de competencia. De esas películas que se construyen o construyen su graciosidad desde la estupidez del protagonista. En este caso, Kumiko, quien impulsada por la visión de Fargo de los hermanos Coen viaja a Estados Unidos, en busca del tesoro que se esconde allí entre la nieve. Una auténtica tortura, una de esas comedias no cómicas que exasperan y aburren mucho más que un drama de enfermos terminales.

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