Por Cecilia Perna
Traducir, en el teatro, no es sólo una cuestión de idiomas y palabras, no es sólo una cuestión de texto y traductores… cuando se traduce en teatro, se traduce todo y todos traducen. Suele decirse que la “traducción” es el trabajo con el texto escrito, y que todo lo demás es “adaptación”. Pero yo prefiero pensar que, no es necesario hablar de adaptación, cuando la traducción se cumple como un solo y mismo proceso. En el proceso único de la traducción, hay una continuidad inquebrantable entre la palabra dicha, los músculos que hacen la voz del actor, su dicción, el punto preciso donde pone la lengua cuando articula una palabra, la palabra que se mueve en su boca, los otros músculos de la boca, los otros músculos, su movimiento entero, el escenario que pisa, el lugar donde está el escenario y el año el día y la fecha en que fuimos nosotros, los espectadores, convocados para presenciar la puesta. El teatro es inminentemente contextual. Pura, purísima deixis.
A veces, excepcional y felizmente, se logra el milagro de una traducción poderosa. La puesta de El Dique, es uno de esos casos de milagro. Una obra escrita por el dramaturgo irlandés Conor McPherson en 1997 y llevada por primera vez a las tablas porteñas bajo la dirección de Leonardo Kreimer. El Dique es un milagro que no cae del cielo, sino que es claramente el resultado de un trabajo consciente, fino, ingenioso y, sobre todo, un trabajo de conjunto.
El Dique es una obra de fantasmas. Un bar en un pueblo pequeño, un ambiente de hombres y una mujer que cae desde la gran ciudad, son la excusa para engranar una máquina de narrar horror.
La calidad de la obra es enorme, balanceada en cada elemento: desde la energía tan bien administrada de los actores, hasta la economía delicada en el uso del tiempo y el espacio; una luz abarrocada en claro oscuro y una utilización justa, sin abuso, de algunos efectos de sonido.
Pero la belleza de la puesta está en descubrir cómo los fantasmas exceden el interior de la narrativa y son constitutivos de la forma en que fue traducida. No paramos de preguntarnos dónde se desarrolla la escena: porque, aunque se anuncia en la Patagonia (algún pueblo, que no se nombra), aunque se dice la palabra mapuche, y aunque hay un Tano y una Valeria, no dejamos de tener la certeza de que Brendan, Jim y Finbar, deben haber salido sin duda de otro lado, sus nombre propios parecen implantados ahí, al igual que la cerveza Guinness y la camisa escocesa. Claro que, en la Patagonia, cualquiera puede llamarse Brendan, Jim o Finbar, tomar cerveza Guinness o vestirse con una camisa escocesa. Pero no dejamos de sentir la presencia fantasmal de un territorio lejano y espectral. Muchas otras presencias extrañas nos sacuden: el rock nacional que sale de adentro de una rocola, demasiado nórdica para amoblar un bar de trabajadores, y ese viento que viene del sur, pero que es más cálido de lo que un viento sur debería. Mientras tanto, la presencia verdaderamente sobrenatural de las hadas del bosque, está ya tan incrustadas por la imaginación en el territorio patagónico, que no nos perturba, y permite que nos deslicemos tranquilos por los horroríficos relatos.
Este es quizá el equilibrio y la sustancia que más me conmovió de la obra: haber sabido aprovechar e incorporar como retazos fantasmales y productivos, todas las señales que son flechas hacia tierras lejanas, hacia palabras extrañas. En general, es el intento infructuoso de “adaptar” estas señales -acomodarlas, domesticarlas, regionalizarlas o a veces, incluso, hasta nacionalizarlas- lo que arma el fracaso de una puesta. Pero esta versión de Kreimer de El Dique es, sin lugar a dudas, una verdadera traducción impecable; sin dejar de hacernos sentir extrañados, jamás nos pone incómodos: nos hace andar por los bordes de la duda, sin que perdamos nunca el asidero de la verosimilitud. Vale más que la pena dejarse arrastrar por la corriente que va al dique.
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