Por Alba Ermida
7 cajas del tándem de realizadores Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori no es una película de acción cualquiera. Más allá del conflicto que vertebra la historia –Víctor tiene que entregar las siete cajas intactas para obtener a cambio 100 dólares-, la película gana en originalidad porque se esfuerza en hacer aflorar entre persecución y obstáculo temas que singularizan el espacio, la propia historia y, desde luego, a los personajes.
Ambientada en un mercado de un barrio pobre de la capital paraguaya, la película se nutre constantemente de ese hábitat, sórdido, corrupto, mísero, para crear la trama y justificar los comportamientos de los personajes. De hecho, uno de los elementos de construcción del filme que llaman la atención es la ausencia de juicios de valor para con los personajes. La pobreza es la motivación de sus actos, no hay un tono moralizante en el desarrollo ni en el final de la cinta. Los realizadores consiguen con soltura rellenar la trama con las causas, con el ambiente, no siempre abanderando la miseria como arma para crear compasión. Hay situaciones divertidas, curiosas, enseñadas con humor, que dejan ver menos manipuladoramente las carencias, necesidades e injusticias que sufren las personas de los barrios pobres de Latinoamérica. Eso sí, el final sin pretensiones ni histrionismos hollywoodenses: el que nace en barrio pobre, muere en barrio pobre, y el máximo sueño alcanzable es salir en la televisión durante el reportaje de un crimen.
También la estructura del guion está bien construida: Víctor no lo tiene fácil para hacer llegar las 7 cajas a su destino. A lo largo del día que dura el relato la sucesión de contratiempos y accidentes haría desistir a cualquiera. Su voluntad lo puede todo.
La estética de la cinta es otro punto relevante. Un montaje que disturba un poco al inicio y una elección de planos que responde más a una decisión estética que a una voluntad narrativa, mezclado con una iluminación que recuerda por momentos a un videojuego. El travelling inicial a cámara rápida nos anticipa los espacios por los que la trama va a acontecer y termina en el ojo del protagonista, que verá y vivirá todo de primera mano. Y el broche se lo lleva el idioma: en una industria cada vez más ortodoxa donde el dinero manda, rodar una película en guaraní tiene todo el mérito.