Por Cecilia Perna *
Fueron quizá los años 80 los que nos terminaron de hacer esta porquería en la cabeza: asimilar un ritmo de montaje a un género. La suave lentitud acompañada de dulce banda sonora de las pelis de Julia Roberts o los rápidos vaivenes de un musculoso Bruce Willis, al compás furioso de la percusión. ¡Y cómo adora el cerebro ese constante “más de lo mismo”! Ese ritmo que trae al cuerpo llanto o adrenalina, solito no más, por el ritmo en sí, más allá de la historia o de los personajes, que siempre son los mismos, en definitiva. Amar a Hollywood es amar la tranquila repetición de lo igual, en una tarde de sábado perdida. Películas digeribles, alimento prefabricado. Una delicia algo inútil.
Después están los bailes. El tango, por ejemplo. Una se aprende más o menos un lenguaje, se sienta en el borde de la silla, y con los ojos bien abiertos, espera la invitación de un cuerpo para salir a la pista. Garantizado: todos los ritmos van a ser diferentes. Es más, el ritmo, aún encajadísimo en la banda sonora, no parte del género, si no más bien del cuerpo del personaje, del personaje ese con el que estás bailando. Y hay en las pistas un personaje que hace esto: te lleva despacito, despacito, muy, casi caminado, sin más. Un ocho por ahí, un medio giro. A veces te conversa una palabra, pero si se calla mejor, porque bailando no se habla con la boca. Vos pensás: “uf este tipo, nada…”, parece que vas a morirte de desencanto en la espera, y, de golpe, ¡paf! estás girando a lo loco, pisando acá y allá y contorneando la cintura como si de esquivar puñalazos se tratara. Y entonces, sin entender bien por qué, viene de vuelta la calma. Pero el corazón late fuerte y la cabeza está en total cortocircuito. ¿Qué pasó? Entonces se agradece la caminata fácil, el ochito cortado y medio giro para poner en orden todo ese caos repentino.
Exactamente así, se mueve Favio en Juan Moreira. Porque rescata del fondo de su personaje el ritmo de su cuerpo y lo traslada, vía el montaje, a toda la película. Inventa un montaje tape. Reconstruye el ritmo sigiloso y violento del tape (el tape Moreira, aunque tenga allí esos exóticos ojos azules) poniéndonos a todos a bailar, de golpe sobre el borde de la silla. Ni el melifluo sabor del folletín, ni el filoso vaivén de los facones, permiten encerrar la película en un género de ritmo predestinado. Y aunque todos conocemos el final de la historia, el destino allí no existe porque se construye constantemente en el ritmo impredecible del montaje, en ese proceso que de la lentitud de la nada, nos sacude el cuerpo con violencia y nos deja pensado, caóticamente, qué fue lo que pasó en la mitad de todo.
Es ese proceso el que te deja el deseo desatado de aprenderse un ritmo y querer seguir bailando con la misma persona. Para mí, Favio.
* Esta reseña fue publicada originalmente en ruletachina.com. Fue la única que escribimos sobre una película del gran Leonardo Favio (1938-2012).
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