5 de noviembre de 2011

TV | "El Pacto" por América | Entre el estereotipo y la ingenuidad

Por Leonardo Maldonado

Después del revuelo que causó la renuncia de Mike Amigorena, finalmente América TV emitió el jueves pasado el primer capítulo de El Pacto, que desde la ficción aborda la complicidad de los medios gráficos hegemónicos con la última dictadura. El problema de la miniserie, al menos en este primer envío, no radica en el modo literal en que trata la problemática (nombres, personajes y situaciones que aluden de modo directo a los hechos reales ocurridos) sino en su llano esquematismo y en el tono elegido para narrar la historia.

Su intolerable didactismo, que se hace patente (y patético) ya en la segunda escena, en la clase universitaria donde la abogada Lucía Córdoba (Cecilia Roth) define dos maneras opuestas de entender la Historia y en la que tres de sus estudiantes discuten las consecuencias de la nueva Ley de Medios, emparenta a la serie con La historia oficial. Tal como ocurría con el personaje que allí interpretaba Norma Aleandro, Lucía queda atrapada en un laberinto en el que la ingenuidad y el estereotipo se conjugan y retroalimentan. De todos modos, al film de Puenzo puede otorgársele cierto “beneficio”: data de 1985.




¿No resulta extraño que la abogada que Roth compone, que se ha especializado en casos relacionados con los medios y que dicta cátedra sobre periodismo en la facultad de Ciencias Sociales de la UBA, desconozca el origen de Papel Integral? ¿Por qué al tiempo que manda a investigar a sus alumnos sobre el tema, no relaciona inmediatamente la denuncia de José Gancedo (Federico Luppi), dueño del ya extinto La Expresión, diario damnificado por el pacto celebrado, con un delito de lesa humanidad? Pecados de ingenuidad que afectan el verosímil de la historia y exasperan al espectador, que ya todo lo conoce.

Así, al dotar a Lucía de características heroicas (será ella la que revelará la verdad ante la sociedad) el guionista simplifica la realidad drásticamente. Porque si se plantean tantas correlaciones con los hechos reales sucedidos, es significativo que no se presente un solo rastro de las investigaciones y denuncias que se fueron haciendo a lo largo de la última década, que si bien no eran de notoriedad pública, circulaban en determinados ámbitos, alguno de los que Lucía no podría estar alejada. El problema no es la utilización del estereotipo (la televisión no trabaja sin ellos), sino el modo en que se lo trabaja y en el marco en que se lo hace actuar. Otro ejemplo: la complicidad entre el gerente de El Diario, el poderoso Horacio Murgan (Amigorena), y un juez federal corrupto (que es presentado con una música tenebrosa) se reduce a que aquél  pague a éste el geriátrico de su madre y el colegio de su hija.

Igual de simplificadora es la discusión sobre los setenta que Lucía y su esposo mantienen con su hijo de veinticinco años durante un desayuno. Sin duda, la mejor secuencia (y que evidentemente fue reconocida por sus responsables dado que sus imágenes fueron utilizadas en las primeras promociones) es aquella en que Murgan escucha la información que su asistente le ha preparado: la tarea de inteligencia efectuada realmente perturba.

Si es que no lo invisibilizan como producto televisivo, es esperable que las críticas de La Nación y de Clarín sean lapidarias. Incluso podrían decir lo que nunca dirían de tiras como Herederos de una venganza o Cuando me sonreís, o de un reality como Gran Hermano o de un magazine como La cocina del show: que El Pacto es un programa mediocre. Lejos están las secciones de Espectáculos de estos diarios de abordar de modo complejo la cuestión de la relación entre mediocridad y espectáculo. Pero si El Pacto pudiera ser considerado como mediocre, no lo sería de ningún modo por las impecables labores de Roth, Luppi y Amigorena, ni por la estética general, la factura técnica y la puesta en escena, ni por las imágenes de la presentación ni por la canción de apertura. Es en su exacerbado didactismo (que podría suscitar la calificación de “propagandista”), en su falta de sutilezas y de matices, en el esquematismo de la representación de la realidad y en el uso de gastados estereotipos donde el proyecto fracasa. Como si estas cuestiones tuvieran que ser la contrapartida obligada e inevitable de “hacer conocida la historia” de Papel Prensa para el gran público. Subestimación que alcanza también a los espectadores que siguieron el caso por 678, Tiempo Argentino, Página/12, o bien en libros especializados.

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